Alfonsín
Innumerables han sido las voces que se han escrito y pronunciado por estos días en conmemoración y homenaje con motivo de cumplirse 25 años del inicio de la transición democrática. Es muy probable que estas letras aquí consignadas no agreguen más sobre lo ya dicho, tanto y bien. Pero la centralidad que se adjudica a aquellos sucesos es ineludible para cualquier mirada política que quiera realizarse.
Con fuerza, vuelven a nuestra imaginación los acontecimientos de 1983, traídos recientemente por un ejercicio de memoria colectiva. La recuperación democrática como proceso eminente de la historia política de la Argentina reciente, nos conmueve a todos: tanto por los 53 años de inestabilidad que le precedieron, como por aquellos 25 en que sí hemos logrado mayores consensos.
Con el 51,7% de los votos, el 30 de octubre de 1983 el electorado nacional consagraba a Raúl Alfonsín, candidato por la Unión Cívica Radical, como presidente de todos los argentinos, mientras llevaba la fórmula justicialista Luder-Bittel, a un segundo lugar dado por el 40,1% de los sufragios.
Muchos no habíamos aún nacido, no estuvimos presentes ni fuimos testigos reales de los acontecimientos que devolvieron al pueblo argentino su posibilidad democrática. Sin embargo, sí vivimos la derivación directa de aquellos sucesos que configuraron, no sólo los 25 años que llegan hasta el 2008, sino los tantos que aún están por venir, influyendo en directo nuestra vida cotidiana. Somos hijos de la libertad: de una libertad que ya no es anhelo, sino institución.
Vimos al radicalismo, a quien tocó conducir los comienzos de la nueva época democrática; vimos al justicialismo, que gobernó las dos terceras partes de estos veinticinco años; y también vimos alternativas desde terceras fuerzas que emergieron y también llegaron a desaparecer. Pese a los vaivenes, yerros y fracasos de la interpretación política que hicimos, hoy destacamos la posibilidad asumida no sólo de asignar esas dirigencias (según el noble discernimiento de la voluntad popular), sino también la de participar y así componer, conjuntamente, los destinos comunes.
Quizás con frecuencia los argentinos reclamemos por algunos de los tantos defectos o menoscabos de nuestro sistema, de las diversas gestiones de gobierno o de ciertas políticas adoptadas: ahora bien, cuánto debemos reconocer que, aún pese a esas muchas limitaciones, nuestro general convencimiento en favor de la democracia es progresivo, creciente, y sin vueltas atrás.
Desde hace 25 años, la política ya no está librada al designio de aquellos armados golpistas o de ?ciudadanos que preocupados, detrás de una falsa defensa de libertades?, con nula conciencia cívica pero altos intereses, causaban prácticas desleales sorteando la auténtica libertad de los argentinos.
El jueves último, cuando en el Luna Park la Juventud Radical homenajeó al primer presidente de la democracia, uno de los videos proyectados sintetizó una idea en una figura notable: lo grande de la democracia es que nos permite ?hasta equivocarnos y luego corregirnos?; mientras que fue en nombre de su ?perfección?, cuando se concluyó en dictaduras atroces e inhumanas.
Hemos superado pruebas pasadas, y hemos asumido otras nuevas. ?Atrás quedaron los desafíos de aquella época, como la neutralización del poder de las Fuerzas Armadas, el respeto por los derechos humanos o la supremacía de la Constitución?, escribía Antonio Cafiero hace unos días.
Y cómo no dar la palabra a quien guió la avanzada de aquella gesta: ?Parece poco, pero nos costó más de 50 años de alternancia cívico-militar entender que el pueblo, y sólo el pueblo, es capaz de decidir su destino y que, como sosteníamos en 1983, las grandes mayorías no tienen derecho a permanecer en silencio? (Raúl Alfonsín, 30/10/2008).
Octubre de 1983 no fue sólo el conseguirnos un gobierno según nuestra voluntad: fue lograr el comienzo de un camino que nos permite expresar todas nuestras voluntades, aun siendo distintas. Fue un proponer y un aceptar: un verdadero ejercicio de voluntad y libertad colectivas.
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