Notas de un viajero sentimental que reencuentra en Discépolo, su país, en un escenario tandilense
Escribe Claudio Pedro Behn, doctor en Filología Clásica por la Universidad Carolina de Praga y titular de la cátedra de Latín y Griego Antiguo en el Liceo Clásico Dante de Florencia, Italia. Estuvo viendo en la ciudad el estreno de “El organito” y nos dejó algo que no quiere llamar crítica de espectáculo sino más bien notas de un viajero que encontró a Discépolo en Tandil.
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Para empezar, ésta no es la reseña crítica de un espectáculo teatral. Lo que podría parecer un efímero jueguito intelectual para conocedores de Magritte es la pura verdad: quien escribe estas líneas no es periodista, no suele publicar artículos sobre representaciones escénicas ni se dedica a la formación ni al quehacer dramático. Habla un argentino emigrado durante la dictadura militar que, gracias a becas providenciales, estudió primero en la capital de la antigua Checoslovaquia socialista, y después en Los Angeles, Hamburgo y Berlín, y ahora enseña lenguas clásicas a adolescentes italianos.
De vacaciones en la ciudad de Buenos Aires conocí por casualidad a Marcelo Jaureguiberry, que se presentó como docente de la Facultad de Arte de la Unicén. Más tarde, navegando en Internet, descubrí que es fundador y director del Cero Grupo Teatro, con una trayectoria que incluye obras de autores como Rodrigo García y Roma Mahieu, además de haber puesto en marcha el Proyecto Trilogía Discépolo, destinado a recuperar el grotesco criollo para el público de hoy. Interpreté la omisión de esas ocupaciones como señal sorprendente de una modestia muy inusual en el mundillo de la farándula e, intrigado, decidí, antes de volver a Europa, hacer una escapada a Tandil para asistir al estreno de “El organito” el viernes 19 de agosto en la sala La Fábrica.
Los espectadores que entraron a la sala casi a oscuras tuvieron que notar los rostros desamparados y asustados, no pudieron evitar las miradas perdidas e inquietantes de una desventurada familia inmigrada a nuestro país a principios del siglo XX. Durante aproximadamente una hora todos nos sentimos involucrados en las vicisitudes de un padre de familia, Saverio (Gustavo Lazarte), que ante la amenaza de la miseria y la penuria de limosnas ya no sabe cómo hacer para dar de comer a sus hijos e impedirles que cedan a las tentaciones de la mala vida sin sacrificar el dinero que tanto le ha costado ahorrar; temimos los riesgos a los que, por su misma belleza y juventud, se ve expuesta la hija Florinda (Pilar Jaureguiberry); compadecimos los tragos desesperados que a escondidas toma de su botella la madre Anyulina (Gabriela Pérez Cubas); entendimos y compartimos la rebeldía del hijo mayor Nicolás (Gastón Dubini); sonreímos por la soltura con que el “hombre orquesta” Felipe (Iván Navarro Carroché) acepta hasta la explotación con tal de conseguir sus objetivos en el amor; nos dio lástima la alienación e inutilidad del viejo cuñado Mama Mía (David Beratz); nos hicieron largar ambiguas carcajadas las salidas pícaras del hijo “tonto”, el “Payasito” Humberto (Cristian Majolo). Cuando se apagaron lentamente las luces sobre los personajes desorientados que tanteaban en el vacío, ¿cómo no preguntarse qué futuro depararían a cada uno de ellos la suerte y su condición?
Todos los actores fueron decididamente convincentes y demostraron estar impregnados hasta la médula de esa tragicómica amargura propia del género y sus autores, destacándose Gustavo Larzarte en la piel de Saverio y quienes interpretan a sus hijos Cristian Majolo, Pilar Jaureguiberry y Gastón Dubini, al igual que el delicioso Felipe a cargo de Iván Navarro Carrouché
De veras notable fue el trabajo del joven Cristian Majolo, que a pesar de sus verdes años reveló un dominio admirable de múltiples y complejos códigos expresivos corporales y verbales. ¿Quién podría imaginar que justo él, antes de la llegada del público y durante los ejercicios de calentamiento previos a la actuación, era quien más evidenciaba (y confesaba francamente) ser totalmente presa de los “nervios del estreno”?
Después de un mes de visita en la metrópolis porteña, tan mía pero al mismo tiempo tan cambiada (me fui en 1981), a Tandil yo traía en mi mochila impresiones más bien turbias. No podía ni puedo acostumbrarme a una cantidad tan desconsoladora de niños solos por la calle a cualquier hora de la noche, que cuando atraen la ojeada de un transeúnte por lo general no suscitan piedad, sino desprecio o indiferencia. Se trata solamente de un ejemplo; podría enumerar muchos más.
En ese sentido, la actualidad del mensaje presente en la obra de los hermanos Discépolo salta a la vista. Toda puesta que se propusiera una simple reconstrucción filológica del género traicionaría las intenciones del autor. Jaureguiberry, al contrario, al salvarlo del olvido, no nos ofrece una reliquia polvorienta, sino una parte de nuestro pasado que manifiestamente tiene mucho que ver con nuestro presente.
Por otra parte, en la gran ciudad también había registrado con cierto estupor la relativa retirada de varios ingredientes tradicionales del tejido social urbano, que bien se podrían ilustrar con otro caso paradigmático: se oye menos tango que cumbia. Retomar el grotesco argentino, investigarlo y darlo a conocer no sólo a las nuevas generaciones, sino asimismo a las demás, que a menudo lo recuerdan poco o nada, significa redimir un elemento importante de nuestra identidad y reapropiarnos de él, para enfocar con mayor lucidez y humanidad los desafíos del mundo, del país y de la comunidad en que nos toca y nos tocará vivir.
Un detalle especialmente cautivador para quien ejerce el oficio de enseñar y cree en la utilidad de las experiencias teatrales para el aprendizaje es la elaboración, por parte del Cero Grupo Teatro, de un proyecto didáctico-pedagógico sabiamente articulado, que permite a profesores y alumnos aprovechar al máximo un momento de esparcimiento para nada trivial, con repercusiones trascendentes para el conocimiento de la sociedad y de uno mismo.
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