Violencia de género: condenaron al acusado de intentar matar a su expareja
Cerrando la semana, el TOC 1 ventiló su veredicto por el caso de violencia de género ventilado a lo largo de un par de jornadas, en las cuales tras escuchar a la víctima y testigos, con los respectivos alegatos los jueces Agustín Echevarría, Pablo Galli y Guillermo Arecha dieron por probados los hechos y emitieron una sentencia condenatoria.
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En efecto, el Tribunal resolvió condenar a Francisco Samudio a la pena de 15 años de prisión, al ser considerado autor penalmente responsable de los delitos de “Homicidio agravado por la relación de pareja mantenida con la víctima y por ser perpetrado mediante violencia de género, en grado de tentativa y privación ilegal de la libertad agravada por violencia y amenazas”, y “Desobediencia, violación de domicilio y coacción agravada por el uso de armas”.
En la resolución, los jueces en coincidencia con la petición fiscal, remitió copia de las actuaciones a la fiscalía en turno a fin de que se investigue la posible comisión del delito de desobediencia por parte de personal del Centro de Salud Mental local.
En otro orden, se libró oficio a la Dirección de Sanidad de la Unidad Penal 37 (Barker), con copia a la Dirección General de Sanidad del Ministerio de Justicia provincial, a fin de requerir se practique en relación al imputado Francisco Samudio un completo y exhaustivo tratamiento psiquiátrico y psicológico, en atención a lo recomendado por los psicólogos y psiquiatras que han intervenido en los peritajes efectuados al imputado, tendientes a prevenir a futuro nuevas conductas delictivas similares a las ocurridas en las presentes causas.
Argumentos de la sentencia
A la hora de adentrarse en la sentencia, Echevarría y compañía adelantaron que tanto el imputado Francisco Samudio, como la defensora María Florencia Alaniz, reconocieron la materialidad de los hechos y la autoría y responsabilidad del acusado en los mismos. Más allá de ello, por fuera de estas admisiones, para el TOC 1 la acreditación está plenamente lograda por la Fiscalía, por otros caminos probatorios, como lo fue a través de la declaración de la víctima Graciela Noemí Da Costa, más las declaraciones de los testigos Néstor Enrique Galván, María Luján Martínez y Delfina Inés Gigena.
Consecuentemente, no existieron discordancias en lo relativo a la autoría y responsabilidad de Samudio en estos delitos, sino que la controversia quedó planteada alrededor de una serie de justificaciones y exculpaciones esgrimidas tanto por el propio imputado, como por la defensa. En ese rumbo, tanto Samudio como la defensora apuntaron a minimizar los hechos, excusándose y alegando distintas circunstancias que atenuarían su responsabilidad.
De esta manera la defensa de Samudio se encaminó por cuatro argumentos o columnas centrales.
En primer lugar, tanto Samudio como la defensora insistieron con que el día en que ocurriera la tentativa de homicidio, Da Costa habría ido al domicilio de su amiga a sabiendas que allí se encontraría Samudio, violando de esta manera la prohibición de acercamiento mutuo que había entre ellos dictada por la señora jueza de Familia.
Luego Samudio pretendió introducir también la idea de que había sido la víctima Da Costa, quien empezó a agredirlo físicamente e insultarlo, infiriéndose que esto le habría dado justificación a sus impulsos posteriores, presentando los hechos como una suerte de legítima defensa.
Para el Tribunal, ninguna de estas dos circunstancias encontró corroboración en el juicio, descartando, entre otros términos, que haya sido Da Costa quien comenzó a insultar a Samudio, y menos aún que haya recurrido a vías de hecho como éste lo insinuó en su declaración, más allá de la natural resistencia física al devastador ataque que le profería el acusado.
En segundo lugar, tanto la defensa como el propio Samudio orbitaron insistentemente alrededor de lo que ellos interpretan como una suerte de disminución en las capacidades psíquicas del acusado, que de alguna manera habrían tenido influencia en los hechos, a la vez que un efecto exculpante o minorante, ya sea en el plano de la autodeterminación, de la responsabilidad, o al menos como atenuante en el terreno del reproche penal.
Echevarría y sus colegas tampoco compartieron la hipótesis citada, aclarando que no son responsabilidad exclusiva del Estado, los problemas psicológicos, psiquiátricos y/o eventualmente impulsivos de los ciudadanos. “Entiendo que, frente a dificultades de esa índole -en la medida que no sean incontrolables-, también la persona que pudiera sufrirlos, debe procurar su debida atención y tratamiento, como sujeto responsable, sobre todo cuando tiene otros a su cargo -en el caso de Samudio sus hijos-. De lo contrario, estaríamos suprimiendo todos los cimientos de responsabilidad -libre albedrío-, sobre el que se asienta nuestro derecho penal liberal”.
Pero más allá de ello, el Tribunal entendió que el juicio no reflejó el panorama -de limitación de las capacidades- trazado con mucho empeño por la defensa, antes bien lo que “pudimos constatar es que Samudio se encontraba en el normal uso de sus facultades mentales, anímicas y volitivas”.
“Todas las circunstancias previas a los hechos de por sí permiten descartar que Samudio estuviera en una situación de desborde y/o derrumbe psíquico o anímico, en el que no pudiera controlar sus impulsos, tal como pretendió instalar la defensa y el propio acusado. Luego también, varias circunstancias objetivas, concomitantes y posteriores a los hechos, me persuaden que tuvo pleno dominio de su obrar y que pudo comprender y dirigir los actos criminales que llevó adelante”, subrayó el magistrado”.
En definitiva, teniendo por base tanto el peritaje psicológico psiquiátrico, como de las constataciones empíricas que el juicio permitió realizar a partir de conductas del imputado verificadas antes, durante y después de los hechos criminales, se consideró que no se podía acoger la pretensión exculpatoria defensita en punto al estado psíquico del acusado, debiendo concluirse que Francisco Samudio, al momento de los hechos, estaba con la plena capacidad para comprender y dirigir su acciones.
Sobre la intención homicida y el presunto desistimiento, tampoco se compartió con la teoría defensista. Por el contrario, al decir de los jueces, el debate trajo evidencias palmarias, que revelan el dolo homicida.
Por caso, se tomó nota de las manifestaciones reiteradas que le realizó Samudio durante el ataque: “…de acá no salís viva…”. El lugar elegido para aplicar los puntazos: distintas zonas del cuello, el hombro y el oído de Da Costa. La reiteración de puntazos clavados en el cuello -al menos siete-, como así también que le puso con fuerza una almohada en la cara a la víctima con la finalidad de impedirle respirar.
También se tuvieron en cuenta elementos indiciarios anteriores a la agresión del 23 de diciembre de 2014, que se manifestaron durante un período prolongado de tiempo y que dan evidencias de que, con bastante antelación, ya estaba en la mente de Samudio quitarle la vida a su expareja. Por caso, las cartas que el acusado dejó a sus familiares y personas de su círculo íntimo -hijos, hermanos, suegra-, en las que surgen referencias que permiten inferir una intención homicida.
Resumiendo, “pese al gran trabajo técnico defensivo de la defensora Alaniz”, el Tribunal sostuvo que sus argumentos se han topado con un sólido cuadro acreditativo -traído por la acusación- que lleva a la plena convicción de que efectivamente existió un dolo de matar, que no existió un desistimiento oportuno, y también que en esos instantes el acusado estaba en pleno uso de sus facultades mentales y volitivas, no existiendo una perturbación de significación que lo alterara en alto grado como pretendió instalar la defensa.
Violencia de género
Como se señaló en ediciones pasadas, el caso revistió la figura penal del agravante de la violencia de género, por la cual los jueces se detuvieron a explayarse a la hora de emitir su fallo.
Con relación al agravante del artículo 80 inciso 11 del C.P. (violencia de género), se reseñó lo que sostiene la doctrina sobre el alcance en los hechos, de este tipo penal.
Así se sostiene que: “…Violencia de género también es violencia, pero se nutre de otros componentes, diferentes a aquéllos que caracterizan a los crímenes violentos convencionales: un sujeto pasivo femenino, un sujeto activo masculino y un contexto específico en que germina la conducta para doblegar y someter a la víctima… violencia de género es violencia contra la mujer, pero no toda violencia contra la mujer es violencia de género. Esta presupone un espacio ambiental específico de comisión y una determinada relación entre la víctima y el agresor… En nuestro ordenamiento interno, la Ley 26.485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres en los Ambitos en que Desarrollen sus Relaciones Interpersonales, es una norma orientada pura y exclusivamente a promover y garantizar el reconocimiento y protección de los derechos de las ‘mujeres’…”. La ley define a la violencia contra las mujeres como “toda conducta, acción u omisión, que de manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado, basada en una relación desigual de poder, afecte su vida, libertad, dignidad, integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial, como así también su seguridad personal…”.
En el mismo sentido se considera en cuanto al bien jurídico protegido que: “…el fundamento de la mayor penalidad debemos buscarlo, como decíamos, en la condición del sujeto pasivo y en las circunstancias especiales de su comisión: violencia ejercida en un contexto de género. De aquí que el asesinato de cualquier mujer, en cualquier circunstancia, no implica siempre y en todo caso femicidio, sino solo aquélla muerte provocada en un ámbito situacional específico, que es aquél en el que existe una situación de subordinación y sometimiento de la mujer hacia el varón, basada en una relación desigual de poder. Solo desde esta perspectiva, merced a este componente adicional que acompaña a la conducta típica (plus del tipo de injusto: la relación desigual de poder) se puede justificar la agravación de la pena cuando el autor del homicidio es un hombre y la víctima una mujer. De otro modo se estaría concediendo mayor valor a la vida de una mujer que a la de un hombre, en iguales circunstancias, lo cual pondría de manifiesto un difícil e insalvable conflicto de constitucionalidad…”.
Relación desigual de poder
De igual manera se ha dicho que el “femicidio” abarca: “…aquel, en el que existe una situación y sometimiento de la mujer hacia el varón, basada en una relación desigual de poder… y el decreto 1011/2010 en su art. 4 define la ‘relación desigual de poder’ consignando: ‘Se entiende por relación desigual de poder, la que se configura por prácticas socioculturales históricas basadas en la idea de inferioridad de las mujeres o la superioridad de los varones, o en condiciones estereotipadas de hombres y mujeres, que limitan total o parcialmente el reconocimiento o goce de los derechos de estas, en cualquier ámbito en que se desarrollen sus relaciones interpersonales… Si bien el texto penal no exige que la muerte de una mujer causada por un hombre, mediando violencia de género, tenga lugar en ámbitos íntimos o intervinientes conocidos, de acuerdo a los estudios de campo realizados, estadísticamente son protagonizados mayoritariamente por esposos, novios, concubinos o amantes, más que por otras personas y se producen en situaciones de pareja que dimanan de ciertas características que podrían denominarse constantes, cuales son: el control de la mujer como sinónimo de posesión y con la idea de dominarla; los celos patológicos; el aislamiento de la víctima de su familia y amigos para perpetuar la violencia; el acoso, que embota las capacidades críticas y el juicio de la ofendida; la denigración y las humillaciones y las indiferencias ante sus demandas afectivas, entre otras…” .
Bajo esa línea argumentativa, Echevarría, Galli y Arecha entendieron que se dan absolutamente los presupuestos fácticos para que en este caso se pueda hablar de “violencia de género”, ya que existió lo que se denomina “un contexto de género”, y un cuadro situacional prolongado, en el que estuvieron siempre involucradas cuestiones de esa índole por la calidad de expareja que tenía la víctima.
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