Cuando yo era niño
Cuando yo era niño, el desayuno era Cocoa con leche; y para criarnos robustos nos daban “coter” casero a base de huevo con azúcar y vino oporto o “garnacha”.
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Los baños de la casa se limpiaban con Acaroína; tomábamos helados Laponia que nos vendía el heladero que recorría los barrios con un carro bicicleta…
Los domingos tomábamos el colectivo colorado o el amarillo que salían de la Estación del ferrocarril y nos costaba un peso ir a la matiné del Cine Americano (con torta rusa incluida que le comprábamos en la calle al “tortero” Pérez) a ver la serie de Flash Gordon en su lucha contra el perverso Emperador Ming.
En lo que hoy es Telefónica, por la calle San Martín entre Rodriguez e Yrigoyen, había un baldío donde jugábamos al fútbol y más o menos cada 20 minutos alguien gritaba: “paren, que viene un auto”, cuando la pelota se iba a la calle. Pasaba el auto… y continuaba el partido.
El parque Independencia estaba ahí, para lanzarnos hacia abajo en unas tablas con ruedas de rulemanes que nosotros mismos fabricábamos.
Con los carretes de hilo de la casa, un elástico y un clavito nos fabricábamos prodigiosos tanques capaces de ascender notables pendientes.
Jugábamos al trompo, a las figuritas, a los tres hoyitos y a la hachita y cuarta (las mejores bolitas eran las de los rulemanes, porque cuando se tiraban “se chantaban”).
Bien temprano cada mañana llegaba el charré que traía la leche en tarros, y al rato nomás aparecía el carro de caballos con el pan de la Panadería La Europea que repartía mi viejo en el campo.
En el pupitre de la escuela teníamos un tintero y escribíamos con pluma fuente, y la maestra solía castigarnos con un reglazo.
Si nos portábamos bien, nos llevaban algún día a la pizzería Carrillo a tomar “naranjina” y comer empanadas de carne y pizza de anchoas acompañada de un moscato para los mayores.
Cuando fuimos adolescentes usamos pantalones de tres cuartos que era la transición para llegar a hombres. Los primeros pantalones largos eran motivo de una ceremonia familiar, y cuando salíamos a la calle sentíamos que todo el mundo nos estaba mirando. De allí en adelante, pololeábamos en la vuelta al perro y estudiábamos de noche mal, porque aprovechábamos el día para vaguear.
Un poco mayores, iniciábamos las interminables tertulias en el Independiente o en el club Santamarina, y cuando juntábamos plata íbamos a tomar helado a Renzo (con colas de hasta una cuadra), a la Rex o al Italiano y bailábamos boleros chic-to-chic. Nos entusiasmaban el cancionero de Chito Rodriguez y la orquesta de Don Vito.
Hacíamos excursiones al parque, a la Movediza o al manantial de los amores, y amábamos la naturaleza.
Tandil era entonces una ciudad modesta pero digna, amable, de enorme encanto y tenía a su alrededor una bella serranía.
Se sentían realizadas las personas que tenían una Citroneta.
Los huevos provenían de gallinas que vivían vida de gallinas, y cuando comíamos un durazno quedábamos impregnados de su aroma, y el jugo nos resbalaba por el codo.
Las compras se hacían generalmente en el almacén del barrio, donde muchas veces se anotaba en una libreta para pagar a fin de mes.
Los almacenes más elegantes como el Bilbaíno, tenían de todo, desde productos importados hasta automóviles.
No existía la obsesión del crecimiento económico y el PBI no se había puesto de moda.
Cuando las cosas andaban bien o mal, uno se daba cuenta sin tener que recurrir a un arsenal de estadísticas.
Los políticos se peleaban en los recintos, pero cuando abandonaban el edificio eran todos amigos.
Los jóvenes universitarios iban al Congreso en Buenos Aires a escuchar los debates, que eran brillantes, con oradores magistrales y de enorme ingenio, que discutían con pasión y con erudición temas de trascendencia. Eran, simplemente, políticos cultos.
No había televisión, y el radioteatro era la gran atracción. Mi madre y yo gozábamos juntos, después de la comida, los episodios de los radioteatros como El León de Francia o para nosotros las aventuras de Sandokan, “el tigre de la malasia”.
Existía algo que en aquel entonces se llamaba vida de familia. Primos, tíos, abuelos eran una realidad tangible y cotidiana.
Ahora que soy candidato a viejo ¿qué puedo contar?
Argentina 2019: Email, celulares, malls, apuro, velocidad, estrés, trastornos mentales, nuevos ricos cultores de los negocios rápidos, violencia innecesaria, odio y descalificaciones políticas, televisión (salvo pocas excepciones) vulgar e idiotizante, ausencia de grandes ideas y de temas de trascendencia, obsesión por el crecimiento, desprecio por la naturaleza, comidas chatarra, alimentos transgénicos, duraznos bonitos sin gusto a durazno, gallinas de fábricas de gallinas, ausencia de vida familiar, espectaculares tecnologías con creciente desempleo, desconcierto, angustia y depresión. Jóvenes que, con razón, ya no creen. Imagen de futuro confusa y nebulosa y miedo de diseñar proyectos de vida.
No todo era bueno ayer, ni todo es malo hoy, obviamente.
Sin embargo, pienso que ahora hay menos posibilidades que antes, de alcanzar cuotas simples de felicidad. Quizás la gran diferencia radica en que antes la vida era más simple y hoy es más complicada.
Si pregunto el porqué del mundo actual que hemos construido, suelo escuchar como respuesta: “Son los costos del progreso”. No respondo a la respuesta, y me retiro a solas con otra pregunta: “Si progreso es lo que disminuye mi felicidad, ¿tiene sentido pagar un costo por ello?”
Prefiero retirarme del sistema. Los invito. Parafraseando a Manfred Max-Neef o a Mark Boyle.