La historia de Juan Menacho Llanos, el patriarca de una familia que sembró raíces bolivianas en Tandil
Juan Menacho Llanos tiene 100 años, ocho hijos, diez nietos y 13 bisnietos. Todos los días se sienta en la entrada de su casa a tejer. El espacio es pequeño. Alrededor, un gran patio con algunos frutales estacionales, varios metros sembrados con verduras y algunos cereales muy típicos del altiplano. La presencia de la agricultura en la vida cotidiana, para la familia Menacho, es un mandato cultural: “Tiene que estar”. Sentado en un rincón, con el frente hacia el pulmón de la manzana y bajo la caricia amable de algún rayo de sol, todos los días Juan hila, hace medias y atraviesa el tiempo. También recibe a su familia, a la que cada vez reclama más presencia, mira con fanatismo los partidos de Boca y anda, de a pasitos, ayudado de su bastón.
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Después de una larga historia de luchas, exilio y trabajo, de amores, de dolores y conquistas, Juan espera. Junto a gran parte de su dinastía vive en Tandil, a donde llegó a principios de los 80 y de donde no se piensa ir. Referente indiscutido de la comunidad boliviana local y patriarca de una familia que esparce y sostiene sus raíces fuera de Bolivia a fuerza de caporales y festividades típicas, Juan selló su historia junto a la de la ciudad. Una tarde cualquiera de un día soleado de otoño, Anastasio y Gregorio Menacho, su hijo Germán, y Juan como testigo, reescribieron, junto a El Eco de Tandil, la historia del gran referente de la familia.
Tiempos de lucha
Juan Menacho Llanos nació el 18 de mayo de 1916 en el municipio boliviano de Betanzos, capital de la provincia de Cornelio Saavedra, en el departamento de Potosí. Allí nacieron, además, cuatro de sus hijos. Anastasio, el mayor, es quien toma la palabra para comenzar a contar la historia de su padre, y su recuerdo está atravesado por su experiencia. En Bolivia, recuerda, sus abuelos eran chacareros y vivían de la agricultura. “Allá el chacarero es pobre, acá el chacarero es rico. Porque aquí se planta soja, allá no”, dice. ¿Y por qué se vinieron a vivir a Argentina? “Por razones políticas”, dispara, sin dudar. “Y por razones de la esclavitud. Eran tiempos previos a la Reforma Agraria”, completa.
Gregorio, el más chico de los hijos de Menacho, se ocupó de indagar en la familia la historia de su padre. Cuenta que a los 16 años, en 1932, fue reclutado como menor de edad en la Guerra del Chaco, que allí estuvo tres años y que en el 35 se retiró con su libreta. En el 41 se casó con su primera mujer, madre de sus primeros cuatro hijos.
“En determinado momento, mi mamá quería conocer Argentina -dice Gregorio-. Llegaron a La Quiaca, a las Pampas de Villazón, Santa Victoria. Terminaron en Huacalera junto a mi tía Leonarda y mi tía Justina. Ahí estuvieron ellas viviendo mientras los hombres iban a las minas, porque allá no permitían mujeres”. Durante ese primer viaje a Argentina, Juan y su mujer tuvieron un hijo, el primero, que falleció poco tiempo después. Los Menacho volvieron a Bolivia en el 44, donde Juan trabajó en una hacienda. Pero ese regreso iba a ser temporal.
La previa a la llegada de Menacho a Argentina tiene muchas versiones, y cambia según quien repase la historia: cada uno de los integrantes de la familia la vivió a su modo, y a su modo la recuerda y la cuenta.
Según recuerda Anastasio, su padre trabajaba en una pequeña parcela, y de lo que trabajaba en esa parcela “debía servir al patrón de forma gratuita 180 jornales a cambio de comida y herramientas”. “La tierra era de los lugareños y los hacendados eran inmigrantes. ¿De dónde venían? de España. Esos inmigrantes se apropiaron de las tierras y de lo originario y hacían trabajar a los lugareños para el patrón gratis”, completa. Germán, uno de los nietos de Juan, retoma la historia en la previa de la reforma agraria de 1953 “Mi abuelo era dirigente campesino, lo eligieron porque sabía castellano, y luchó contra la hacienda para el beneficio del pueblo. Sabemos que Bolivia fue uno de los países más dictatoriales en esa época, por lo que su salida de Bolivia fue un exilio”, repasa Germán.
Juan dejó su país luego de años de lucha. Lo expulsó el miedo. Le solían decir, recuerda Anastasio, “Te van a colgar como a Villaroel”. Las tierras fueron luego recuperadas y los terrenos repartidos. Juan hizo un sindicato, y en los trámites de los títulos escriturales para toda la comunidad donó su parte para que allí se levante una escuela, “para que el pueblo no sea analfabeto”. “Siempre fue muy comunitario. La palabra comunitario es eso: comunidad no para uno sino para todos”, explica Germán. Juan antes de venir a Argentina vendió todas sus pertenecías -animales y herramientas- para poder traer a su familia. Y si bien pisó varias veces su suelo desde aquel exilio, el 2010 volvió a saldar una deuda pendiente: las autoridades actuales de aquella escuela que por la viveza de un notario fue bautizada “Juan Francisco Borques” lo invitaron porque el gobierno boliviano le realizó un reconocimiento. Y nunca más volvió.
Mirar al sur
Juan Menacho respiró Salta por primera vez en 1941 mientras se hacía el Tren de las Nubes. En ese momento se enteró de las contrataciones en la zafra. “Empezó a pensar que quería que sus hijos crecieran de otra manera, por eso comenzó a mirar al sur. ¿Por qué? Porque ya había venido con mi mamá, de forma temporaria, soñando con poder vivir mejor. La segunda vez me trajo a mí, al ingenio Ledesma, a pelar caña”.
Los tiempos del Ingenio no fueron fáciles. Trabajaron allí un mes menos de lo que señalaba la contratación. “A mi papá se le ocurrió juntar el dinero de los vales que te daban para mercancías y duramos tres meses de los cuatro de la cosecha. Había venido contratado, y te confiscaban los documentos, pero a los tres meses te los devolvían. En ese momento, a mi papá se le ocurrió desertar. Nos fuimos a la una de la mañana. Lo único que dice que tomó fue el machete y los cuchillos para pelar. “Me parece que nos vamos”, me dijo la noche anterior. Fuimos a pata hasta la estación y como tenía unos pesitos en efectivo, compró boleto y subimos al tren”.
Una vez que llegaron a Salta, el resto de los Menacho comenzó a emigrar hacia el norte argentino con la excusa de visitar a una tía que vivía en el pequeño pueblo de Huacalera, en Jujuy. Pudieron venir gracias al dinero que Juan juntó, luego del Ingenio, en la excavación de zanjas. Así llegaron sus cuatro hijos, su segunda esposa -la primera murió en Bolivia- y un hijo más de ésta. Al poco tiempo, una carta firmada por un hermano de Juan que estaba afincado en Los Pinos, localidad de Balcarce, y que contaba que allí se vivía bien, le marcó el rumbo. Juan no dudó: siguió, junto a su familia, moviéndose un poco más al sur.
En Los Pinos los Menacho se radicaron y compartieron tierra con una familia yugoslava aquel entonces, hoy croata: los Sorich. Corría el año 62, y allí se quedarían, la mayoría, hasta casi los años 70 trabajando el campo. “Los Sorich llegaron al mismo tiempo que llegó mi padre. Ellos de Europa, nosotros de Bolivia. Los padres de ellos tenían un campito chico, y ahí es donde empezamos a juntarnos con esta familia”, recuerda Gregorio, que se une a la charla mientras Juan, sentado al rayo del sol, escucha. “Trabajamos en su campo. Ellos en realidad eran exiliados, y nos obligaron a que viviéramos allí y a que comiéramos bien. Era totalmente otra cara de la moneda de como a nosotros nos habían tratado”. La convivencia, tanto territorial como cultural, fue muy buena. “Fue el encuentro de dos culturas diferentes en un lugar distinto. Los grandes se entendieron y los chicos ya éramos descendientes de este lugar. Todos tratamos de vivir mejor, había mucho diálogo entre ellos”, dice Gregorio. El afecto de las familias fue tan grande que cuando los Sorich adultos murieron, la figura de Juan cobró más protagonismo. “Lo tomaron como a un segundo padre. Es un afecto muy especial por el cual siempre los recordamos y siempre estamos con ellos”.
Con los Sorich, recuerda Anastasio, la mirada de su familia sobre los locales comenzó a cambiar. “Nosotros decíamos ‘Qué buenos los argentinos, no son como en Bolivia’. Comenzamos a ver a Argentina de una manera distinta”.
Última estación: Tandil
Después de Los Pinos, tres de los Menacho se fueron a Capital. A Tandil llegaron a través del trabajo en la construcción: se ocupaban de hacer revestimiento. Mediante un convenio con el Sindicato de Colocadores trabajaron en el edificio de la Cruz Roja y el Hotel Libertador. Luego llegarían, entre otros, el Barrio Jardín y la Terminal de Ómnibus. Fueron llegando de a poco los Menacho. “Nosotros no caminábamos todos juntos como árabes”, dispara Gregorio. ¿Y por qué se quedaron? “Porque Tandil tenía cerritos, como en mi pago. Y porque después empezamos a tener hijos, y también pensamos en ellos: primario, secundario, comercial, facultad… pensamos en el futuro siempre. Por eso vinimos a Tandil, porque tenía un poquito de cada cosa”, dice Anastasio.
De a poco y con los años, los Menacho se asentaron en Tandil como una colectividad junto a otros compatriotas. “Hacemos un trabajo distinto hace más de 28 años. Primero fue el centro de residentes bolivianos, luego nos transformamos en una colectividad, en representantes culturales de nuestra colectividad boliviana”, dice Gregorio.
¿Y qué costumbres y tradiciones pudieron conservar? “Las costumbres de cada zona, porque hay de Cochabamba, hay sucrenses, potosinos… cada región tiene sus costumbres diferentes, sus formas de ser y su música. Igual que en argentina”, explica Gregorio, y Germán continúa: “Acá básicamente lo que se instaló fue la danza caporal y después la música andina, que es lo que monetariamente nosotros sostenemos. Y la artesanía”. “Lo que no hemos encontrado es alguien que se interese en la parte del idioma de nuestras raíces. No hay. Si hubiera alguien que enseñe quechua…”, se lamenta Gregorio. Dentro de la comunidad, siguen buscando a alguien que pueda transmitir ese conocimiento a los más chicos.
De costumbres y tradiciones
La mirada de los grandes comienza a diferir de la de los más chicos. Los que nacieron en Bolivia y añoran volver, ante aquellos que son argentinos, que representan a su comunidad madre, en la que se criaron, pero que no llevan tan marcadas las fronteras en la piel. Germán, por ejemplo, tiene una mirada más amplia, aunque es un eslabón fundamental de la cadena que sostiene las tradiciones bolivianas en Tandil, “Soy parte de una banda, y somos una de las pocas bandas musicales de folclore andino que ha trabajado en toda la costa: Mar del Plata, Ostende… más por lo que son las vírgenes patronales. De esa forma comenzamos a fortalecer nuestras raíces. Acá en Tandil no hay mucha comunidad boliviana. Es más la fantasía que se genera que lo que es”, cuenta Germán, y asegura que la integración hoy es mucho más fácil que la que tuvo que vivir su padre, o su abuelo, y que culturalmente la mayoría de las tradiciones las sostienen las mujeres.
Entre familia y tradición Menacho festejó sus cien años hace algunos meses. “Acá, en su casa, armamos una carpa. Vino gente de Mar del Plata, de Buenos Aires. Los más allegados. Los cien años los pasó con todos sus hijos y sus nietos, y algunos invitados a los que les tiene aprecio. Y en su casa, porque de este lugar no lo sacás ni con una grúa”, cuenta Gregorio.
En un radio de cinco cuadras, con el corazón es la casita de Juan, se expande el clan Menacho en Tandil. Al lado vive Anastasio, al fondo uno de sus nietos y medianera de por medio, otros dos. Un poco más allá otra nieta, la tía Justina y Gregorio. Durante la mañana, el mediodía y la tarde Juan tiene compañía. En una de las medianeras otro de los Menacho hizo una ventanita. Así lo puede ver todo el tiempo. Juan es el patriarca de un clan que guarda tiempo para monitorearlo, acompañarlo y cuidarlo. “Es lo único que tenemos -explica Gregorio-. Es lo más sagrado, y por eso lo respetamos. No nos pide nada, solo que estemos cerca y que no faltemos de venir”.
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