La inseguridad genera cambios de hábitos en la región platense
Muchas personas admiten haber modificado durante los últimos años sus hábitos para conjurar esa sensación constante de que, si se descuidan, su vida podría convertirse en una pesadilla.
Hasta las actividades más rutinarias se realizan hoy bajo un sentimiento permanente de alerta. El temor a convertirse en una víctima más de la inseguridad ha calado a un punto que va más allá de rejas o sistemas de alarmas. Casi de un modo instintivo, hay quienes ponen en práctica complejas rutinas de seguridad para sacar la basura, pasear al perro, atender el teléfono, mandar los chicos al colegio o salir al jardín de la propia casa cuando oscurece.
Otros se organizan con los vecinos para multiplicar las precauciones. Casi todos reconocen que a su pesar han tenido que volverse más reservados y hasta hostiles con los desconocidos. Frente al balance diario de asaltos violentos, la vida en la Ciudad no parece dejar espacio para ingenuidades, pero tampoco para relajarse.
En declaraciones al diario El Día, Julieta Rivas, una empleada pública del Villa Elvira cuenta que hace veinte años, cuando ella empezó la primaria, iba caminando sola a la escuela, a siete cuadras de su casa. Hoy, sólo la idea de permitirle lo mismo a su hijo, de 11, la aterroriza.
“La vida se volvió en algún sentido más fea; más miserable. Estar tranquilo es algo que hoy tiene que pagarse”, comenta Julieta, quien gasta cerca de 150 pesos mensuales en remises para enviar a su hijo al colegio cuando ella misma no puede llevarlo, además de otros 120 pesos al mes en un sistema de vigilancia privado para su casa.
“Hoy son gastos ineludibles”, opina Silvio Bonatto al referirse a los 110 pesos mensuales que paga por tener un sistema de monitoreo. Desde que meses atrás esa precaución lo salvó de un delincuente que había entrado a su casa por la claraboya del baño, ya no se cuestiona el gasto.
Propietario de un kiosco en La Loma, Bonatto reconoce sin embargo que no basta sólo con pagar por seguridad: “no se puede bajar la guardia”, dice. La posibilidad de ser víctima de un asalto violento en su negocio es algo que ya ha sido charlado entre quienes trabajan con él como una forma de anticiparse a esa eventualidad. “Uno nunca sabe cómo puede reaccionar, pero acordamos no resistirnos ni hacer ninguna pavada en un caso así. Trabajamos con muy poca plata en la caja y cuando vemos entrar a alguien sospechoso, siempre uno de nosotros se va para afuera”, cuenta.
Tras haber sido asaltado treinta y dos veces en su almacén próxima a la Plaza Paso, Rafael Cabrera dice haber gastado ya una pequeña fortuna en vidrios de seguridad, cortinas metálicas y rejas para su local. Pero además ha hecho modificaciones en la distribución interna del negocio. “Me sentía físicamente muy expuesto al atender a la gente; reorganicé todo para tener donde cubrirme llegado el caso”, confiesa. Con todo, Cabrera no descansa en sumar precauciones.
“Busco siempre horarios distintos para cerrar, salgo a ver que no haya nadie sospechoso cerca y espero a que el semáforo de la esquina se ponga en rojo para que haya gente mirando cuando bajo la cortina”, explica. Durante los últimos años, otros comerciantes como él han dejado de trabajar de noche o cierran más temprano.
En el centro comercial de Lisandro Olmos, donde los propietarios de negocios aseguran no poder permitirse ese lujo, hace meses que se ponen de acuerdo para enfrentar ese momento crítico todos juntos. “Como vivimos de los quinteros, que trabajan con las horas de sol, no podemos cerrar temprano. Lo que hacemos en esta cuadra, donde funcionan cerca de diez negocios, es cerrar todos en el mismo momento. De otra forma corrés el riesgo de quedarte solo y que te roben”, explica Hugo Mollo, el dueño de un supermercado en el centro de Olmos. Aunque tenga que dirigirse apenas hasta la esquina, Luisa Vitale no deja de cerrar ni una sola ventana de su casa.
“Ando con un llavero enorme y a veces estoy veinte minutos cerrando puertas. No soy la única; el barrio se llenó de rejas. Así vivimos”, afirma con bronca. Integrante de una junta vecinal y comercial que reclama mayor seguridad, Luisa cuenta que todos sus vecinos viven igualmente alerta “al sacar la basura, cuando van a pasear al perro, si ven a una persona extraña o cuando hay banditas de chicos merodeando por el barrio”. Las precauciones de Susana Vitale, también vecina de La Loma, llegan al extremo de no confiarse ni siquiera dentro de su casa.
“Cuando oscurece, si tengo que ir a colgar un repasador al lavadero o salir al patio, no dejo de echar llave. Es algo que hoy no te podés olvidar”, dice.
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