Los sentidos del paraíso
Me estaré dejando llevar por los cantos de sirena, pero hay un recuerdo que hoy me resulta grato. Tristemente grato. Lo puedo oír, oler incluso. Pero me es inalcanzable.
-Ma, ¿qué es ese ruido?
-¿Cuál hijo?
-Ese, escuchá… de lejos.
-Ah. Es el tren, que avisa que está llegando o que está por salir.
-Ah…. ¿Y yo voy a andar en tren algún día?
-Sí, ya vamos a ir a la casa de la tía Nilde, en Buenos Aires. Dormí, que es tarde…
Y fuimos, algunos años después. Desde entonces, el sonido de la sirena del tren me suena reconfortante. Hasta hoy. Sentir un viaje largo, monótono, y dormir con el cuerpo en el asiento duro de clase turista, pero la cabeza apoyada en la falda de mi mamá. Eso es para mí el tren. Un sueño. Largo y a resguardo.
Pero también hubo otras noches y otras sirenas, de cuando el sueño tardaba en venir y mis ojos abiertos en la oscuridad jugaban o temían con las sombras que dibujan las penumbras en los rincones.
-Ma…
-¿Qué hijo?
-¿Qué es ese ruido, de lejos? ¿Escuchás?
-Es la sirena de la Metalúrgica. Es para avisarles a los hombres que tienen que entrar a trabajar.
-¿A esta hora trabajan? ¿De noche?
-Sí, algunos trabajan toda la noche. Pero ahora dormí.
Y al rato me dormía. Pensando cómo era eso de trabajar cuando toda la ciudad dormía. Hasta que tiempo después pasé por la Metalúrgica y miré sus chimeneas creyendo que de allí salía el ruido de mis medianoches y vi en la puerta decenas de hombres de mameluco llegando en bicicletas.
Hoy esos sonidos de sirenas me suenan gratos, propios, lejanos. Tristes. No volveré a ver, estoy seguro, no volveré a ver a esos obreros azules o marrones llegando en sus bicis. No iré más a Buenos Aires a la casa de mi tía en Paternal. No dormiré esos sueños. No sé siquiera si los soñaré.
Cuando en algún momento de mi juventud abandoné la fe o ella me abandonó, salí en busca de otros paraísos. En algunos pisé su césped tibio y esponjoso, en otros tomé de sus aguas, probé sus frutos, me entibié en sus soles. Mordí manzanas, saboreé tentaciones, reí expulsiones. Mis paraísos terrenales no fueron eternos. Quizás también en eso tuvieron un encanto. Quizás también en su búsqueda, su encuentro, sus abandonos.
Hoy ya no.
Hoy mi paraíso parece ser el perdido. Aquel de sirenas, de bicicletas y mamelucos, de durmientes, de olor a fundición, a hierro en las manos, a bosta de vaca entrando por las ventanillas, a kerosene, a manos con grasa o con tierra o con piedra en polvo. A sudor de un día de trabajo bajo el agua fresca de la canilla del patio. A yerba recién mojada, ardiente como el ardor que el sol deja a la tardes sobre las hojas de la parra.
Mi paraíso perdido huele también a billete de quincena, a asado de principio de mes, a rueda de bicicleta rodado 24, flamante, a azúcar en paquete de papel madera. El paraíso que imagino es un barrio de casas bajas, de jardines atentos, de perros durmiendo la siesta, de quietud de medianoche. A esa hora en que las sirenas vuelven a sonar.
Mi paraíso, tal vez, sea un canto de sirena.
Mi propio canto de sirena.
El que escucho a la medianoche. Y ya no creo.
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