Pan-queso, pan-queso
No éramos amigos, pero íbamos al mismo colegio (vos uno o dos años ?más arriba?) lo cual significaba un trato asiduo, cierta cercanía cotidiana de pasillo y recreo largo.
No éramos amigos, no hacía (ni hace) falta. Con poco me bastaba para saberte una persona entrañable; para reconocerte como uno de los míos. Si algún día me tocaba ?pisar? (pan-queso, pan-queso…) te elegía seguro y convencido.
Te decía que por aquel entonces vos eras más grande que yo ?después con los años, nos emparejamos todos-, de manera que esa diferencia imponía cierto respeto timorato y menesteroso de mi parte.
Había algo sí, que nos emparentaba a pesar de la edad: el rock. En esos días de rivalidad entre música ?comercial? y ?progresiva?, ambos nos enrolábamos en este último bando. No éramos ni mejores ni iluminados ni nada. Pero en los recitales que se daban en el Teatro Estrada de tanto en tanto, no alcanzábamos a completar las primeras cuatro filas. Vos, el Chicho Manzalini, el Mono Viana, los hermanos Flores, el Pantera, cinco más y yo.
Claro que si de ventajas hablamos, no sólo me llevabas un par de años. Además de pasarte tardes enteras encerrado en tu pieza o en el living escuchando discos de vinilo como yo, vos tocabas en un grupo. Tenías una banda propia (con Esteban Berrozpe y otros pibes) lo que era más o menos como tocar el cielo con las manos. El bajo tocabas, creo.
¿Te das cuenta por qué eras de los míos? ¿Qué otra fuerza de identificación que no sea la música se puede tener en la adolescencia (al menos en aquella adolescencia)? El fútbol, es cierto. A vos te tocaba sufrir con la gloriosa Academia; en eso, tengo más suerte. ¿Las mujeres? Obvio, pero llegarían más tarde (íbamos al San José y éramos medio pavos). ¿La política? Hablamos del `76, `77…o sea, no hablamos. Los libros, seguramente.
Y a propósito de esta cuestión de la música, recuerdo una tarde que nos cruzamos en 9 de Julio, a la altura de la Galver.
No quiero hacer de esto un tratado de nostalgia, simplemente una orientación de ese tiempo y espacio que eran tan nuestros: venías de Disco Libro o Vereda Musical. Bajo el brazo llevabas una bolsa de formato inequívoco. Dentro de ella no podía haber otra cosa que no fuera un long play.
A punto estábamos de cruzarnos un saludo sobrio, austero y varonil (como los fijadores para el pelo que por entonces no usábamos), cuando te paré medio en seco y me animé a preguntarte qué te habías comprado.
-El último del Flaco Spinetta. Y lo sacaste de la bolsa.
La tapa era tan brillante que resplandecía. Creo que tenía la foto de unas flores. ?A 18 minutos del sol?.
-¿Está bueno?, te pregunté, ansioso y tonto (obvio que tenía que a estar bueno)
-Y… es el Flaco. Me dijiste, y eso bastó.
A mí también me gustaba Spinetta. Tenía un par de discos de Almendra y el de Pescado Rabioso. Me gustaba, sí. Aunque mucho no lo entendía. Viste que el Flaco tiene algunas letras raras.
Te confieso que ahora sigo sin entender muchos de sus temas. Pero en aquella época en la que éramos tan jóvenes (tanto como ahora, bah, pero no nos dábamos cuenta), quería entender esas letras a toda costa. Hoy las escucho, me gustan o no me gustan y ni me preocupo por saber qué quiso decir. Me suele pasar también con las películas rusas o con algunos poemas de Borges; siento que me pasan por arriba, pero igual me encantan. Me dejo encantar.
De repente crecimos y se acabaron los días de blazer azul y corbata. Elegiste veterinarias y no supe más de vos. Tenía esas cosas Tandil. Eramos tan pocos y sin embargo, podía pasar una eternidad y no cruzarte jamás con alguien que vivía a cinco cuadras de tu casa. Hasta que indefectiblemente volvías a encontrarte.
Fue en la Escuela 1. Tus hijos, los míos, sin corbata ni blazer; los actos, la bandera idolatrada, las reuniones de padres. Vos eras doctor, yo no. Y nos saludábamos tan afectuosamente que ya no hacía falta un long play bajo el brazo para hablar como si fuera ayer.
Llegó nuevamente la distancia porque te fuiste a Buenos Aires, según tuve entendido. Supe de vos y tu buenaventura. Además, verlos a Fran y a Rafa con su propia banda y tus propios ojos, era como verte, con rastas y más flaco. Y supe de Mica también, y de los chiquitos Joaquina y Pedro. Tus hijos, tus amores, Francés.
Supe que seguías siendo tan buen tipo como siempre y si hubiera tenido que ?pisar? (pan-queso, pan-queso), te seguía eligiendo para mi equipo. De veteranos, sí, pero tan seguro y convencido como cuando podíamos correr y no cansarnos.
Y no va que el otro día me entero que estabas mal. Tan mal que ya no había caso. Así que, imaginate. Yo que ni siquiera entiendo las canciones de Spinetta, mirá que voy a entender estas cosas.
Fue una trompada en frío. Peor aún, un cachetazo en medio de la oscuridad. Tan desorientado quedé que ni siquiera tuve tiempo de hacer esos razonamientos rigurosamente estúpidos sobre vivir cada momento y no hacerte problemas, que la vida es una sola y tanta gansada de power point. Carpe diem. Ni siquiera pensé eso. De verdad.
Hasta que un mensajito de texto me anotició de tu muerte. Y te juro que estoy buscando algún sinónimo para nombrar esto que te pasó. Partida, viaje, distancia, algún derivado de apagar. Hay tanto eufemismo grosero y berreta que no te merecés, que prefiero ser bestial.
Decirte que el mundo ya no va a ser el mismo sería mentirte. Porque esto seguirá igual. Soy yo el que desde el otro viernes lo estoy viendo un poco más empañado.
Espero que ahora no me llamen para pisar (pan-queso…) porque no voy a saber por dónde, por qué, por quién empezar…
Ya sé, Francés, todas las hojas son del viento… Ya sé.
Recibí las noticias en tu email
(El viernes 14 de agosto de 2009, en Buenos Aires, murió el doctor Javier Adrián Margueritte. El Francés, de quien no tuve que ser amigo para quererlo entrañablemente).
Este contenido no está abierto a comentarios