Suponiendo que nos encontramos en El Cisne
Supongamos que una noche cualquiera me encuentro con usted en una mesa de El Cisne, en plena calle Rodríguez; y el tiempo, esa trampa que nos tiene prisioneros entre sus redes a los que todavía andamos deambulando por este mundo terrestre, resuelve detenerse, y por un rato, vaya a saber por cuánto, el ayer y el hoy se confunden y todo está bien, porque en alguna época todo estaba bien entre los que compartíamos afectos y causas nobles.
Supongamos entonces que mientras pedimos un cortado y prendemos el primer cigarrillo, usted deja su sombrero sobre una silla y me dice a modo de saludo que hoy, justamente hoy, veintidós de octubre, estaría cumpliendo cien abriles, y que yo le contesto: ¡No macanee don Enrique!, no le puedo creer que nació hace cien años.
Usted sonreirá ante mi propia incredulidad y me mostrará su viejo documento de identidad donde aparece la foto de un mozo de dieciocho años de edad y luego me dirá… ¿Sabés contar, pibe?
Entonces, constatada la fecha, le diré que el tiempo pasa volando y que no suelo tener en cuenta que ya tengo cincuenta y cinco abriles y que nos hicimos amigos cuando apenas tenía dieciocho años.
Nos unió la pasión por el teatro. Yo andaba dando vueltas por el centro buscando la manera de integrarme a las cuestiones del arte sin saber bien por qué y para qué. Usted andaba dando vueltas por la calle Sarmiento y cuando me vio, me tomó de un brazo y me dijo. ¡Pibe, tengo un papelito para vos! ¿Querés hacer teatro?… (nos conocíamos de las Estampas de Semana Santa, donde yo actuaba en el papel de sanedrita).
Yo le contesté que sí. Y de ahí en más tuve el gusto de trabajar con usted en algunas obras y por sobre todas las cosas, de contar con un amigo entrañable, con una suerte de segundo padre, con un amigo cabal cuya amistad nos correspondimos mutuamente hasta el día en que usted resolvió tomarse el raje, pirárselas, irse, dejarnos, para quedarse, de todos modos, en nuestro recuerdo y en medio de nuestros afectos.
Volviendo al café: usted mira la calle desdibujada apenas a través de la humedad de la vidriera y me pregunta por el teatro. Yo le digo que sigo escribiendo, que no actúo más ni dirijo; que hace varios años colgué los botines pero seguí en la huella, intentando borronear textos teatrales, cuentos, guiones y hasta una novela que Dios mediante terminaré de corregir en poco tiempo más.
Entonces nos reímos juntos cuando recuerda una obrita que le alcancé a principios de los setenta, una suerte de comedia campesina producto de mi entusiasmo y de mi inconsciencia, que usted se tomó el trabajo de leer y que luego supo aconsejarme que siguiera escribiendo pero que aún las peras estaban verdes.
Nos acordamos luego de los asados compartidos en lo de Jorge y Betty, en el Lago, y de aquel grupo de amigos que se constituyó para hacer ?La importancia de ser ladrón? y ?Don Pascual?. De los tangos cantados a coro con algunos vinitos de más y con mucha alegría, de las charlas interminables de café?
En algún momento le recuerdo que dejó su voz grabada para las Escenas de la Redención y que fue utilizada algunos años en homenaje a su fibra de actor. Usted prefiere soslayar el comentario y me dice que dejó el alma entre las piedras del anfiteatro y en los escenarios de Tandil.
Ya asiento con la cabeza y después nos quedamos en silencio observando la calle, hasta que usted me dice que se hace tarde, que se tiene que ir, y yo, para no inmiscuirme en sus asuntos, no le pregunto nada, simplemente le digo, atienda nomás don Enrique.
Luego usted se levanta de la silla y como solía acostumbrar tiene la gentileza de hacerse cargo de la consumición. Finalmente nos damos un abrazo y prometemos encontrarnos de nuevo, no importa dónde, para tomar un cortado y retomar el hilo de una charla que no tiene principio ni final porque vive en nosotros y no se terminará nunca. (Colaboración especial de Raúl O. Echegaray)
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