Contagio
Si el Covid-19 fuera un régimen de gobierno, sería sin dudas la más perfecta de las democracias.
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Un sistema en el que todos los habitantes de este planeta mediante simples acciones, nos empoderamos de manera conjunta para gobernar el esparcimiento de un virus que no discrimina y que recae e interpela a la humanidad toda.
Desconoce de latitudes, creencias, edad, raza o estatus social. No tiene miramientos a la hora de quebrar la frontera de lo público y lo privado, o al momento de infectar la pompa de la realeza o la vulnerabilidad de la carencia.
No prioriza. No pide permiso. Acepta protocolos de tratamiento solo cuando encontró su huésped para mantenerse vivo. Viaja sin pasaporte y se aloja imperceptiblemente. Es un polizón que gira con envión el globo terráqueo y posa su dedo al azar en múltiples destinos.
Cada país emplea su estrategia para contener el contagio. Redobla esfuerzos humanos y presupuestarios y analiza los pasos a seguir con una brújula oscilante. Busca la posible cura y proporciona respuestas políticas y sanitarias, que fluctúan entre lo empírico y lo experimental.
En medio de esta pandemia, la Argentina en particular hoy hace frente a lo probable y lo desconocido bajo el padecimiento del síndrome de la frazada corta. Un trastorno crónico por el cual si se expande el gasto más de lo previsto, los ingresos no alcanzan a abrigar.
El remedio para atacar la epidemia es una receta ya conocida para un Gobierno que ha decidido taparse el pecho con emisión monetaria, subsidios y redireccionamiento de partidas y ha dejado con los pies al aire al sector privado que acató el aislamiento mientras ingiere un preparado homeopático para sobrellevar la cuarentena.
Un placebo dosificado en partes desiguales por quienes nunca aplicaron medicina preventiva y hoy ofrecen prórrogas y planes de endeudamiento para paliar la recesión heredada, el sustento de activos y el recurso humano que son el andamiaje productivo de la frágil economía nacional.
El presidente ha dado una respuesta económica a un problema sanitario porque lisa y llanamente una variable no puede subsistir sin la otra. Pero la contrariedad radica en que el esfuerzo del Estado presente emana directamente de la transfusión que gota a gota aportan los privados mientras el plasma de lo público se conserva intacto.
No hay una sola decisión de la cúpula dirigencial que ausculte el ombligo propio en medio de este proceso incierto y atípico. No se ha puesto en discusión un recorte, un alivio de la gran masa de recursos salariales que absorbe el empleo público para su funcionamiento en todos los niveles de contratación estatal.
Durante un mes completo la gran mayoría de las actividades productivas debieron frenar su flujo de ingresos optando por atender las obligaciones para solventar al fisco, resintiendo sus propias estructuras de capital y resistiendo para no sucumbir en el intento.
La magra recaudación que por lógica se vio propiciada por la parálisis de puertas cerradas se enfrenta además al salvoconducto que el Estado delegó en el sector financiero que brinda la posibilidad de sujetarse a un salvavidas de plomo a miles de oficios, comercios, industrias y pymes que flotan a la deriva.
A estas alturas nadie espera un esquema o un plan económico porque tales lineamientos no eran preexistentes a la pandemia. No hubo que realizar un viraje forzoso o redireccionar las coordenadas de una hoja de ruta que no veía más allá de la renegociación de la deuda externa.
Pero tampoco existe un solo gesto de un Estado que debería de una vez por todas analizar su elefantiásica estructura para acompañar con austeridad autoimpuesta este proceso desconcertante que hoy más que nunca requiere del esfuerzo y del patriotismo de quienes conducen nuestro destino.
Acaso, el más democrático de los flagelos hoy venga a demostrar la necesidad de contagiarnos en la acción para equilibrar finalmente el estatus entre gobernados y gobernantes.