En emergencia
En emergencia
Por estas horas leo en los diarios y en los portales que hay desesperación por una vida joven. Cadenas de oración, pedidos de sangre, esfuerzos médicos, desvelos y sufrimientos de familiares y amigos por un muchacho que se accidentó en moto.
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Y me remontó a inicios del mes pasado, cuando la crónica llevaba consigo el sino de la fatalidad. La muerte. Y sucede que no es “otra muerte” en un accidente de tránsito. Ninguna lo es. Cada vida que se pierde es una, única, irreemplazable. Jamás puede ser “otra”. Que la estadística la clasifique con el número siguiente de la lista trágica, no le quita nombre ni rostro ni historia. Ni mucho menos, dolor.
Conozco al muchacho que esa madrugada de miércoles se mató en Primera Junta conduciendo su moto. Digo conozco, hasta que el dolor y la conmoción me permitan conjugar el verbo en pasado. Lo conozco en su faceta de papá, porque lo es de un compañerito de mi hijo menor (y acá sí el verbo irá en futuro: en el rostro de su hijito, en su mirada, en su carrera loca detrás de una pelota, veré a su papá. En su sonrisa -que alguna vez vendrá- veré la de Diego, amplia, contagiosa y vital). Además de las cuestiones del colegio, compartimos un picado, una cena, una reunión. Cuando el laburo en la frutería -y el fruto de ese laburo, que es la plata- y sus responsabilidades familiares se lo permitían.
No es otra muerte. Ninguna lo es. Y tan dolorido y tan conmocionado como estoy desde que me desperté aquella mañana con esa noticia, me rebela que el imaginario colectivo naturalice esta muerte -u otra- como una más: un pibe en moto, a la madrugada, qué quéres…
Y sí. Sé lo que quiero.
Que de una vez por todas se declare la emergencia vial o el nombre que se le dé a una política pública que se ocupe en serio de este problema, que en lo que va del año se llevó varias vidas. No nueve, no diez: una, más una, más una, más una…
Coincido con eso de “la cultura al volante”, “la falla humana”, “el cambio de conducta”. Lo que se dice cada vez que hay un accidente grave. Es decir, cada día. Pero no me conformo. Ni mucho menos, me dejo engañar. Porque lo que se puede hacer desde una administración municipal es mucho. Mucho más que esperar a que los argentinos en general y los tandilenses en particular cambiemos la conducta, la cultura.
Por caso, preguntarnos qué hacían ese acoplado o ese camión estacionados allí. Sin luces, en medio de la noche, como una trampa mortal al primer descuido o distracción. Qué hacen tantos camiones circulando a toda hora por cualquier calle. ¿Es la cultura del chofer del camión la que debería llevarlo a no ingresar al radio urbano o no dejar el acoplado parado en la puerta de casa? Sí. Hasta tanto, ¿el Estado…?
En la mayoría de los barrios de Tandil -y también en la zona semicéntrica-, la iluminación es escasa o nula. Como sea, pésima. Llegará el día en que acostumbremos a movernos con la cautela que la penumbra impone. Mientras llegue el cambio, ¿el Estado?
Siguiendo con el tema de la visual, hay esquinas en que se hace muy dificultoso ver si viene un auto por la transversal, debido a que autos, camionetas y camiones estacionan hasta casi la misma ochava. Hasta tanto nos acostumbremos a atravesar las esquinas a paso de hombre, ¿el Estado?
La demarcación de las sendas peatonales son un privilegio reservado -y borroneado- para las esquinas microcéntricas; el resto de la ciudad, bien gracias. He visto cierta vez por internet, que en algunas ciudades se está experimentando con pintarlas tridimensionalmente, de manera que casi inconscientemente el conductor aminore la velocidad cuando la ve. ¿Es una cuestión presupuestaria el impedimento a pintarlas aunque sea en dos dimensiones?
Colectiveros, taxistas y remiseros (trabajadores que están buena parte del día circulando por la ciudad) coinciden en señalar que los bulevares, y sobre todo el último instalado en avenida Avellaneda, solo sirven para complicar la marcha, cuando no, directamente ponerla en peligro porque no hay margen de sobrepaso. Algún funcionario me ha reconocido que el tema tiene algo de beneficio en cuanto a la iluminación, pero también algo de estética. ¿No será hora de privilegiar la integridad de las personas antes que la belleza de las avenidas?
Las demarcaciones de paradas de colectivos, descarga de mercadería, accesos para sillas de ruedas, entre otras, son olímpicamente ignoradas. ¿Un mínimo pero debido y constante control con las infracciones correspondientes no redundaría en el corto plazo en cambiar esa situación?
El tercer paso del sistema SUMO era la incorporación de bicicletas públicas al tránsito, con el fin de desaconsejar la utilización del vehículo. ¿Alguien puede imaginar en este contexto lo que significarían 200, 300 o 400 bicicletas lanzadas a su suerte a la calle? Los pocos que hoy circulan en bicicleta corren el riesgo de ser atropellados una o más veces por cuadra.
Cómo puede ser que ante el planteo del caos del tránsito, la primera respuesta oficial apunte a la falta de responsabilidad y a la inconducta ciudadana, mientras el mes anterior se incorporó personal para el control del estacionamiento medido. Es decir, con fines recaudatorios. ¿Por qué no apelar también en este caso a que la cultura cambie y el automovilista pague por su estacionamiento sin que nadie lo controle?
La emergencia vial o la prioridad en el tema deberían ser analizadas por las autoridades municipales con la seriedad que amerita. Porque mientras tanto, las vidas -no nueve ni diez ni cien: una, más una, más una…- se siguen perdiendo. Y los heridos y mutilados y marcados para el resto de sus días, también.
Hasta tanto el cambio de conductas llegue, qué mejor que ir a su encuentro.
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