Con la pandemia, el virus reaccionario

“Lo peor de la peste no es que mata los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso”
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailAlbert Camus
Al compás de la incertidumbre y temor que genera hasta aquí lo desconocido bautizado como coronavirus, peligrosamente va germinando un virus tan dañino como peligroso que pone en crisis la convivencia vecinal.
No se alude a la cuestión social devenida de la crisis económica por venir, se apunta a un costado igual de sensible y delicado que hace a las relaciones y que se va propagando también como epidemia, el virus de la discriminación.
Con las reprochables actitudes de inconscientes e inmorales que infringen las drásticas como necesarias normas impuestas por el Estado para cuidarnos frente al factible colapso sanitario, comienzan a promoverse conductas lógicas de vecinos denunciando a los irresponsables vecinos que no cumplen con la cuarentena obligatoria, pero con el riesgo de que dicha preocupación se transforme en una persecución fanática que busca saciar los costados más oscuros de cierto perfil vigía que ya no conforme con los muros para distinguir por clase social, parece encaminarse a dividir entre contagiados y no.
No es para menos, se está hablando ya no solo de cuestión de clase (el Covid 19 no sabe de pobres y ricos), se alude a la vida y la muerte. Pero aquel instinto de supervivencia y la necesidad de señalar y/o denunciar al supuesto infractor para que el Estado caiga con todo el peso de la ley, se va transformando en un linchamiento mediático cuyas consecuencias no sabe de finales armoniosos, más bien todo lo contrario, parece exacerbar en algunos casos lo peor de la condición humana.
Ya no alcanza con mirar con desconfianza al vecino con rasgos orientales, ahora se propagan los escraches –hasta ahora- cibernéticos para aquellos que se supone no cumplieron con el aislamiento, peligrosamente ya se va por más, identificar a quienes pesa la sospecha de estar contagiados.
El reciente caso confirmado en San Manuel fue el botón de muestra de lo que parece estar en ciernes en cierto grupo entusiasmado por exponer y apuntar con el dedo inquisidor, actitud que seguramente se aborte cuando el blanco de las miradas, el señalamiento, apunten a su entorno.
Bastó que se conociera la identidad de la mujer a unos quilómetros de la ciudad para que la maquinaria persecutoria (fiel al trabajo oscuro de inteligencia paraestatal de otros tiempos) comenzara a rastrear parentescos con residencia en el pago.
No se trataba de una acción preventiva sanitaria en pos de encasillar los eventuales contactos y ramificaciones del caso detectado para encorsetar la circulación del virus, más bien el espíritu se asemejó mucho a dar con supuestos y posibles focos infecciosos linderos que atenten contra la salubridad de los que gozan de la asepsia redentora.
Cual raza pura que busca y persigue a los infectados en pos de llevarlos a la hoguera mediática, se hurgó hasta dar con el paradero de un parentesco local de aquella víctima para salir a ventilarlo y relucir no solo la identidad del familiar si no lo peor del ser humano.
Con cierto soplo romántico, se creía que la pandemia, una vez despojados del lógico temor y angustia por el encierro antisocial y la eventual tragedia por venir, traería lo mejor de la condición humana. Aquello que apela a la solidaridad y la real dimensión de lo que verdaderamente importa, sin distinción de credos, ideologías ni estratos sociales.
Sin embargo, también trajo consigo lo peor de nosotros, aquello que fagocita el odio y la discriminación, sin entender que la mejor lección que nos está dejando esta tragedia viral es que la salida no es individual, es colectiva, sin prejuicios a la vista.