Una imagen, más que mil palabras
Sin duda, en numerosas oportunidades, “una imagen vale más que mil palabras”. Y esto se ve ampliamente reflejado en las capturas astronómicas de Andrea Isella y Bill Saxton, ambos del Observatorio Nacional de Radioastronomía (NRAO), en EE.UU. Estos investigadores lograron identificar un sistema planetario en plena formación, reforzando las ideas actuales en cuanto a cómo creemos que se forman estas estructuras.
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La formación de nuestro propio sistema Solar es uno de los interrogantes por excelencia que nos ha cautivado por milenios. Las grandes civilizaciones de la antigüedad especularon sin cesar sobre esta temática la cual implicaba ni más ni menos que del mismísimo origen del universo. Diversas teorías fueron las desarrolladas a fin de explicar la existencia del Sol, la Tierra y el resto de los planetas conocidos por entonces, siendo el siglo XVIII el período en el cual comenzaron a esbozarse las ideas más certeras de acuerdo al conocimiento que hoy en día poseemos. Fueron Emanuel Swedenborg, Emanuel Kant y Pierre-Simon Laplace los responsables de esgrimir aquellos primeros esquemas, los cuales implicaban la formación del Sol y sus planetas a partir de una nebulosa de gas y polvo interestelar. La llamaron la “hipótesis nebular”.
Para comprender de qué se trata el modelo mencionado, debemos pensar en los ingredientes con los cuales está compuesto el sistema Solar. El hidrógeno y el helio, los dos elementos químicos más simples de la naturaleza, son los que conforman prácticamente el total de la masa del sistema, y estando en su gran mayoría, en más de un 98% aproximadamente, ambos gases concentrados en el mismo Sol, vale decir que en términos de cantidad de masa nuestra estrella amarilla prácticamente es la que conforma todo el sistema Solar. En cuanto a los planetas, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, los gigantes gaseosos, poseen gran cantidad del hidrógeno y helio restante. En el caso de los planetas rocosos, Mercurio, Venus, Tierra y Marte, contienen elementos más pesados que el hierro, y es aquí en donde reside una de las grandes pistas para pensar en que la nebulosa de gas y polvo interestelar a partir del cual se formó el sistema, contenía elementos residuales de explosiones estelares, lo que en astronomía se las denomina, supernovas.
A lo largo de la historia humana, siempre hemos soñado con el deseado y asombroso proceso de la alquimia, aquel con el cual puede transformarse un elemento químico en otro distinto. De esta manera, y partiendo de los elementos más simples, podría llegar a obtenerse otros más complejos tales como la plata o el oro. La realidad es que las máquinas capaces de realizar estos procesos, por extraño que parezca, existen. Son máquinas que nos acompañan noche tras noche y nos deslumbran desde el preciso momento en que el primer homo-sapiens elevó su mirada al cielo nocturno preguntándose por esas luces titilantes. Esas increíbles máquinas son las estrellas, y en sus núcleos, en presencia de colosales presiones y temperaturas del orden de los millones de grados, el hidrógeno se fusiona para convertirse en átomos de helio. Como resultado de dicha reacción nuclear, cierta cantidad de energía se desprende, atraviesa los miles de kilómetros desde el núcleo hasta la superficie estelar, y se propaga hacia el exterior de la misma. En el caso del Sol, esa energía, esa luz, es la que baña al resto de los planetas. En la Tierra, la luz solar interactúa con los gases que componen su atmósfera, provocando una temperatura acorde para el desarrollo de la vida. De no tener la atmósfera, no se produciría esta interacción trascendental para todas las especies terrestres. De estar más cerca del Sol respecto de lo que estamos, la temperatura sería mucho más elevada. De estar más lejos, nos habríamos congelado. Nos encontramos en el punto exacto, ubicados en lo que se denomina la “zona habitable” de un sistema planetario, es decir, la zona en donde la luz del Sol recibida hace posible que el agua se encuentre en estado líquido.
Los elementos químicos más pesados que el hierro como el cobre de los cables eléctricos o el estaño empleado en soldaduras, o incluso los metales preciosos mencionados anteriormente, todos ellos, cada uno de sus átomos fue creado durante una explosión estelar. Con el tiempo, esto nos llevó directamente a la conclusión que nuestro sistema solar se formó a partir de una nebulosa originada por supernovas. Cada uno de nosotros está conformado por residuos de explosiones estelares.
Es a partir de esa nube residual que por acción gravitatoria los distintos componentes fueron agrupándose cada vez más, logrando que el mayor aglutinamiento se produjese hacia el centro de la estructura. Allí mismo se originó el Sol, dejando a su alrededor todo un disco de material el cual comenzó a girar. Por el mismo principio natural en el que un patinador a medida que gira y estrecha sus brazos genera que sus giros sean cada vez más veloces, la nube de gas y polvo comenzó a rotar a medida que la gravedad hacía su trabajo. Esto es lo maravilloso de la naturaleza y en particular de la ciencia; el poder comprender que las mismas leyes físicas que gobiernan nuestra vida diaria, son las que diseñan la arquitectura del universo.
En las recientes investigaciones de Isella y Saxton, se observa literalmente las implicancias de la teoría nebular en el origen de los sistemas planetarios. Ellos observaron a la joven estrella HD 163296 en diferentes rangos del espectro electromagnético, es decir, con distintos tipos de energía. Así como el médico puede sacarnos una radiografía a fin de un diagnóstico óseo, también una simple fotografía le brindaría información respecto de nuestra piel o incluso una imagen infrarroja le permitiría analizar la temperatura corporal de las distintas regiones de nuestro cuerpo. La radiografía emplea rayos X, la fotografía lo hace con luz visible a nuestros ojos, mientras que la infrarroja hace uso de la radiación homónima. O sea, la idea es observar un mismo cuerpo pero con distintos tipos de luz. Para ser más precisos, con distintas longitudes de onda electromagnética. En la astronomía, al cielo lo observamos y estudiamos de manera análoga. Ubicada a unos 400 años luz de distancia (la estrella más cercana a la Tierra fuera del sistema Solar es Próxima Centauri a unos 4,2 años luz), HD 163296 posee unas dos veces la masa del Sol y fue estudiada por Isella y Saxton empleando los telescopios del mayor proyecto astronómico del mundo, ALMA, en Atacama, Chile. La observaron en distintas longitudes de onda para lograr obtener una “visualización” del polvo como así también del gas circundante (en este caso, monóxido de carbono). Lo que hallaron fue algo clave. En ambas imágenes, se observaba el mismo patrón, el cual básicamente se trata de la estrella central, un gran disco circundante y tres regiones cuasi-vacías (tres surcos bien definidos) a lo largo del disco protoplanetario.
A fin de dimensionar la extensión del sistema HD 163296, debe tenerse en cuenta que el primero de los surcos se encuentra a unas 60 unidades astronómicas (UA), siendo una UA la distancia de la Tierra al Sol (unos 150 millones de kilómetros). Al observar patrones muy similares en ambas componentes, los investigadores tienen altas sospechas que los dos surcos más externos se deben a la existencia de dos planetas similares en tamaño a Saturno, en plena formación.
Esta investigación de Isella y Saxton pone de manifiesto una vez más lo habitual que resulta la formación de sistemas planetarios en nuestra galaxia, una de las miles de millones existentes en el universo. Y ante semejante vergel químico-planetario, la pregunta siempre es la misma: ¿en cuántos otros lugares del cosmos, la vida habrá cobrado forma?
* Director de Gestión Planetario Ciudad de La Plata
Licenciado en economía de la Universidad de Buenos Aires y Doctor en Economía (Ph.D.) por la Universidad de Michigan (EE.UU.). Director del Instituto de Economía de la Unicen. Profesor full-time en la UTDT y director del Centro de Investigación en Finanzas (CIF) - UTDT.
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