Imagino que cada uno de nosotros tendrá para sí –dentro de sí- una suerte de álbum de las miserias humanas del mundo en el que le ha tocado nacer vivir. Un álbum de fotografías, digo. Imágenes de hambrunas, guerras, exilios, matanzas. Recuerdos indeseados, que nadie elegiría guardar, pero que por alguna razón los conserva en la mente, resistiendo el olvido.

La fotografía que acompaña esta columna es de hace 55 años. Aquella mañana del 16 de marzo de 1968 en la aldea de My Lai, en la provincia vietnamita de Quang Ngai amanecía como cualquier otra de los últimos días. Amanecía en guerra.

La 11ma. Brigada de Infantería de la División América, conocida como Compañía Charlie del ejército norteamericano contaba con el dato de que esa aldea era un lugar de escondite de efectivos del vietcong, el enemigo invisible que le diezmaba las filas con tácticas de guerrilla.

En la certeza de que la población civil había abandonado el lugar, la orden fue darle tratamiento de enemigo a cualquier persona con la que se cruzaran. Pero la inteligencia previa había fallado: allí no había ningún integrante del vietcong; estaban a más de 60 kilómetros. En la aldea solo había mujeres, chicos y ancianos.

A pesar de no encontrar ni a un solo guerrillero, el teniente William Calley le dio vía libre a su tropa para cumplir con la orden. Y más también. Entonces comenzaron los disparos indiscriminados, las violaciones en grupo, el descuartizamiento de cadáveres, el incendio de las chozas, cabañas y corrales y la detonación de explosivos dentro de las cuevas en las que se escondían algunas familias. Unas 150 personas que se habían refugiado en sus cabañas fueron conducidas hasta un canal cercano y fusiladas. En poco más de una hora el autodenominado guardián de la democracia a nivel mundial asesinó a 504 inocentes; 170 eran nenes y nenas.

El sargento Ron Haeberle era el encargado de tomar registro en todas las misiones, con fotografías que luego eran elevadas a los altos mandos. Para ello tenía una cámara provista por el ejército, con rollos en blanco y negro. Pero también llevaba su propia cámara personal, con la que tomaba fotografías en color. Las fotos “oficiales” fueron entregadas a sus superiores. Tiempo más tarde, vendió las otras al diario Cleveland Plain Dealer, a la revista Life y a otras publicaciones.

Sus fotos se convirtieron en un ícono de los movimientos antibelicistas que se oponían a la guerra de Vietnam. También certificaron la denuncia del suboficial Hugh Thompson, piloto de helicóptero que llegó cuando la masacre ya culminaba y enfrentó a sus propios camaradas para que pusieran fin a los asesinatos.

Por el hecho solo fue juzgado el teniente Calley, que en principio fue condenado a cadena perpetua. La opinión pública estadounidense consideró injusta la condena, que fue revisada y reducida en principio a 20 años de prisión y luego a 10, de los cuales solo cumplió cuatro, no en una cárcel sino en un departamento de una base militar, por orden del presidente Richard Nixon.

Cuentan las crónicas de la época que cuando Calley salió en libertad lo esperaban miles de norteamericanos que lo aplaudieron y vivaron su nombre. Seguramente debe haber fotografías de ese momento. Pero nadie las recuerda.

Sí se recuerdan las imágenes de decenas de cadáveres amontonados en ese canal de la aldea vietnamita y a estas mujeres, algunas con sus hijos en brazos. Allí y para siempre en esa parte de nuestra mente que reserva los hechos que no pueden olvidarse, están los rostros, los gestos y las plegarias de quienes saben que van a morir, aún sin saber por qué.

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