Amarillitos

-Mamá, ¿dónde está la camisa a cuadros?
-¿Qué camisa a cuadros?
-La única que tengo.
-Colgada en su lugar.
-Estoy en el lugar, pero no está.
-Que no vaya yo y la encuentre…
-Vení y vas a ver que no está.
. . . .
Yo tenía unos 15 años y me había comprado la camisa en La Vitrola, unos meses –o quizás un año- antes. Es decir, era una camisa cara. Y linda. Incluso hoy, que puedo analizarlo con cierta objetividad y concluir que jamás me volvería a comprar una camisa así –de hecho, nunca volví a hacerlo-, me sigue pareciendo linda.
Era, no obstante, fea. A cuadros, sí, con fondo blanco y los cuadros eran amarillos y un poco más amarillitos en los bordes; cuadros de dos centímetros, aproximadamente. Y tenía charreteras y cuello bien puntiagudo y largo. Era rara la camisa, y eso yo lo sabía. Pero a mis 14 años ya empezaba a gustarme eso de hacerme el raro. No mucho: un raro en la gama de los amarillitos. Sin estridencias.
Lo que no sabía entonces –ni hoy, que tengo un recuerdo más emocional que estético de la camisa- era de su fealdad. Me gustó desde el primer momento en que la vi colgada junto a otras, menos raras y ostensiblemente más lindas.
A mí mamá no le gustó. Cuando llegué a casa con la bolsa y me dijo a ver qué te compraste, puso cara de desagrado.
-Más vale que la uses-, me aclaró, a manera de veredicto.
A Américo, su marido, tampoco. Pero como nunca se hubiera atrevido a hacerme pasar un mal momento: me empezó a hablar maravillas de la tela, la calidad de la confección, la sobriedad de los botones, el detalle de las charreteras…
Seguramente a mis amigos tampoco les gustó, porque el día que la estrené –no sé si fue para un asalto o una salida de sábado al centro- no me dijeron nada. En esa época no nos mirábamos mucho la ropa entre nosotros, salvo que fuera una remera, un pantalón o una campera sensacional. Y nos decíamos “está sensacional…”.
Me miraron y callaron.
Pese a todo, yo sabía que con esa camisa y solo con esa, le iba a gustar a una chica. A cualquiera. A una, aunque fuera, en el mundo.
. . . .
-Entonces fíjate si no está en la ropa para lavar.
-¡Ay, mamá! Hace rato que no la uso. No me vas a decir que justo se te dio por lavarla ahora que tengo que salir.
-Si tenés problemas con eso, lavate vos tu ropa…
-No. No está en la ropa para lavar. ¿Podés venir?
-Pero será posible…
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No tengo hermano menor. Sí primos más chicos, pero siempre vivieron en Mar del Plata. De manera que cuando la ropa me quedaba chica, mi vieja la regalaba. Siempre había alguna familia en el barrio que estaba peor que nosotros. Generalmente, una familia numerosa, con muchos hermanos y hermanas de todas las edades. Hacía allí solían ir a parar las pocas cosas que me quedaban chicas sin estar rotas o en estado lamentable: alguna camisa, pulóver o pantalón. Mi vieja tenía la costumbre de comprarme la ropa un talle más grande. De manera que para cuando me quedaba bien, ya estaba casi rota. Y cuando me quedaba chica, estaba para tirar.
Aquella camisa estaba flamante. Y me quedaba muy bien. La había usado pocas veces. El invierno se había anticipado, de manera que ese año fue de mucho pulóver, debajo del cual uno podía darse el lujo de ponerse la camisa fea o la remera con un agujero.
Por supuesto, en esas pocas veces que la usé, no conseguí novia. Ni una sonrisa prometedora ni un gesto para alimentar una forzada ilusión. Nada.
Sin embargo, mi fe en aquella camisa, estaba intacta. Y renovada, ante la nueva temporada veraniega.
. . . .
-¡Ay, a ver…! Si te digo que tiene que estar colgada acá tiene que estar colgada acá. ¿Esta es?
-Qué le ves de cuadros a esa camisa, mamá.
-Qué se yo de qué camisa me hablás. ¿Cuál me decís?
-Mamá… se me hace tarde. La camisa a cuadros, amarillita, que me compré en La Vitrola.
-Ahhhh, ¿la amarillita?
-…
-Pero ya te quedaba chica esa camisa. La regalé.
-Dale, mamá, no te hagás la graciosa justo ahora. Te dije que se me hace tarde.
-La regalé a la familia de a la vuelta. A vos te quedaba chica. Pobre gente…
. . . . .
La cosa terminó con la cancelación de mi salida –un poco por castigo y otro porque sin esa camisa me prometí que no iba a salir nunca más en mi vida-, con mi vieja enojada por varios días, con Américo expulsado de mi habitación cuando quiso recomponer las cosas pidiéndome que entendiera a mi mamá y con uno de los hermanos de la familia de a la vuelta con mi emblemática camisa encantachicas.
Por supuesto que todo deja una enseñanza al cabo de los años. Aprendí que cuando los hijos adolescentes –y esto lo aprendí otro día: la adolescencia puede empezar a los 6 y terminar a los 35- se muestran irracionales es porque hay alguna razón debajo de la sinrazón, que todo acto de bondad no siempre es bien visto, que el comedido siempre sale mal parado y que lo importante no son las apariencias sino el ser interior.
A esta altura de mi vida, que he entrado en una etapa de revisionismo de lo que creí sensato y sobre todo aleccionador, estoy en condiciones de decirme que aquel muchacho caprichoso tenía razón. Que si esa tarde o las siguientes hubiera salido con mi camisa a cuadros, las muchachas me hubieran dedicado sonrisas concupiscentes o propuesto amores fugaces e intensos. O algo por el estilo.
Porque un pibe que se precie de raro pero que se mantenga dentro de los tonos amarillitos es, a la luz de los hechos no ocurridos, irresistible.