Hace unos días casi tuve un altercado con una persona amiga. Debo corregirme: con una persona conocida; hace ya un tiempo que he desacralizado el concepto de amistad. A tal punto que me quedé sin amigos, solo por aplicar uno de los componentes indispensables de la amistad: la honestidad.

-Che, hace rato que vengo pensando que la amistad no existe.

-Ah, mirá vos. ¿Entonces vos y yo qué somos?

-Nada. Conocidos.

-¿Por qué no desaparecés de mi vida, eh?

-Ah, dale.

Más o menos así.

Pero a lo que iba: el altercado con un conocido.

Me preguntó cómo se sentiría el niño o el muchacho que fui si nos encontráramos hoy.

-Seguramente te haría acordar de todas las cosas con las que soñabas en esa época y no concretaste.

-Puede ser. En ese caso, le pego un correctivo y le digo que se meta en sus cosas. Porque no tiene ni idea de lo que tuve que vivir para llegar a esta edad y esta condición.

-Está bien. Pero es un gran ejercicio pensarte de chico y lo que querías ser de grande. Lo que cumpliste, lo que no…

-Una taradez. Si todos los chicos cumplieran con sus sueños, la sociedad estaría llena de veterinarios, bomberos, jugadores de fútbol, maestros y cantantes. Ni un solo escribano habría ni un odontólogo ni un destapador de cañerías o proctólogo (y te juro que no asocié nada).

-Ja, sí. Pero felices.

-No. Veterinarios trabajando de proctólogos. Eso no es felicidad: ni para el profesional y mucho menos para el paciente.

-A ver, ¿vos que querías ser cuando eras chico? ¿Le hiciste caso a esa vocación?

-Claro que sí.

-¿Querías ser periodista?

-No. Quería ser especialista en arenas movedizas.

-Uh, qué vocación tan extraña.

-No creas: me lo estás diciendo con el diario del lunes. Hay un momento en la vida, a los cinco o seis años, en el que comprendés el verdadero problema de las arenas movedizas. Y ya no hay retorno. Lo supe una vez que fuimos con mi mamá y el pretendiente que luego se convertiría en mi padrastro a un monte o algo así. Hermosa la tarde de picnic. Hasta que salimos a caminar y…

-Se encontraron con arenas movedizas.

-No. En Mar del Plata no hay arenas movedizas. Nos encontramos con una pequeña laguna que en su orilla estaba cubierta de vegetación o líquenes o algo así. La boba de mi hermana no se dio cuenta, siguió caminando y el pretendiente la tuvo que sacar con un palo. Salió llena de camalotes, la muy tarada. Ahí entendí el real problema al que estaba expuesta la humanidad. Repito: no eran arenas movedizas, pero casi. En el sentido de que parecía suelo, pero no lo era. Salvo que en lugar de irte directamente para el fondo, la arena te va devorando lenta e inexorablemente. Me hubiera quedado sin hermana, ¿entendés?

-No.

-Bueno, yo lo entendí así. Y a partir de entonces, empecé a leer mucho sobre arenas movedizas. Y llegué a la conclusión de que si no andás con cuidado por la vida, estás expuesto a hundirte y perecer de una manera espantosa. ¿Alguna vez tragaste arena?

-No.

-Entonces no tenés ni idea. Adquirido un buen bagaje de conocimiento, desde ese momento dije que nunca más iba a andar solo por caminos desconocidos. La caminata solitaria, con su carga de romántico ensimismamiento, constituía un real peligro, de consecuencias impensadas. Ahora bien, no solo había que andar en compañía, sino también preparados. Mínimo, no salir de casa sin una soga de diez metros o un palo de similares dimensiones. ¿Te imaginás un colectivo lleno a la hora pico con todos los pasajeros munidos de un palo de siete u ocho metros? Bueno, la vida tenía que ser así. Porque de qué te vale salir con otro si ese otro, una vez que te metiste en la arena movediza a lo único que atina es a sollozar, gritar auxilio o pedirte que no te muevas. ¿Y al revés? Ver a tu primera noviecita que va desapareciendo, de a poco, mientras te extiende la mano y te pide que no la abandones. Su última mirada, un ´te amo´ postrero, unos granitos de arena salpicados a la superficie en su último suspiro. Horrible. Siguiendo con mis investigaciones supe que no en todos los lugares hay arenas movedizas. Pero podía haber. Tandil, por ejemplo. ¿Escuchaste lo de las minas de arena? ¿Lo del caballo que apareció en un patio céntrico porque vino por un túnel desde la zona del Hipódromo? Arena, viejo. Minas de arena. Arenas movedizas. A partir de allí, cada vez que iba a la casa de un amigo con patio grande, me procuraba la famosa soga y el palo. Ya en la adolescencia, cuando llegaron los asados entre amigos, cada vez que uno del grupo decía que iba a hacer pis al fondo, entre los nísperos, yo lo acompañaba.

-¿Qué hacés acá?

-Nada, te cuido.

-¿De qué?

-De las arenas movedizas.

Muchas amistades me costó ese asunto. Y cierta mala fama; la sociedad de entonces era más bien prejuiciosa. Y si digo no pocas amistades, también debo decir no pocas relaciones. Mi permanente actitud de rescatista o boy scout con especialización en arenas movedizas terminaba por decepcionar a mis novias. “Por ahí no vayas”, “Cuidado dónde apoyás el pie”, “Guarda que parece firme pero no lo es…”, “Ya sé que esta rama de diez metros es un poco incómoda para el auto, pero vos haceme caso…”. Me dejaban. Más temprano que tarde me dejaban. En síntesis, una vida plagada de sinsabores, injusticias, rechazos, miedos, cálculos, alertas… Una vida invivible. Todo por hacerle caso a una vocación férrea de mi infancia.

-Bueno, pero tu caso es particular. Además, pudiste superarlo y te hiciste periodista.

-Y por qué me hice periodista, ¿a ver…?

-Ni idea.

-Pensá. Qué si dice de ámbito de acción del periodista… Eso del océano…

-Ah sí: que su conocimiento es un océano de diez centímetros de profundidad.

-¡Muy bien! ¡Muy bien! Un lugar seguro: nadie se ahoga en diez centímetros. Así que no me vengas con eso de las vocaciones infantiles porque te zampo un palazo en la cabeza. O por qué te creés que todavía ando por la vida con este palo de diez metros…

-Por las arenas movedizas.

-También.

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