Arquitectura del desapego
Apenas corro la cortina de mi ventana para espiar. No quiero incomodar a ese hombre que está en mi vereda observando detenidamente el sillón que era (aún sigue siendo) mío. El acto de levantar algo que alguien abandona en la calle o en un contenedor tiene mucho de intimidad; que se haga en la vía pública no debiera condenarlo a miradas extrañas.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailEl hombre lo carga cabeza abajo en el portaequipaje de su bicicleta; lo ata con una cinta de cortina de enrollar que debió llevar encima. Contrariamente a lo que estoy suponiendo, se sube y sale andando. Recién entonces salgo, aun con paso sigiloso, y lo veo irse. Los veo. Si hubiera asumido la moda de sacarle foto a todo, podría haberme quedado con la imagen de un sillón patas para arriba que se desplaza solo por una calle de tierra, levitando a unos cuantos centímetros del piso. De cualquier manera, la imagen me queda. Pero si algún día quiero compartirla deberé rodearla de palabras. Y será, seguramente, otra imagen. Con suerte, un párrafo de módica literatura.
Siento una paz de baja intensidad. Tan baja como la de mis tribulaciones de los días anteriores: ¿lo tiro o no lo tiro? ¿Y si hago un esfuerzo por volver a arreglarlo? ¿Y si lo mando a un tapicero o alguien que sepa de estas cosas?