De tanto en tanto me aparecen cosas raras en la notebook. Yo digo que es porque tiene vida propia, pero seguramente son virus. Me gusta imaginarla así: una compañera de trabajo que a veces se pudre de hacer siempre lo que a mí se me ocurre y toma sus propias e inentendibles determinaciones. Sí, son virus. Pero no importa, porque defiendo mi derecho a imaginar. Es cierto, algunas de sus antecesoras me han dado esas señales y yo dale con lo de la vida propia hasta que chau disco o mother o no sé qué. Es cuando imagino que tomaron una drástica decisión antes de seguir aguantándome.

Ahora me acabo de encontrar en la barra de tareas –o como se llame ese renglón que está en la parte inferior de la pantalla, donde aparecen los simbolitos del volumen y de internet- un cartelito que me dice “Atardecer”.

No debe ser un virus, porque efectivamente está atardeciendo. Lo que me pregunto es qué me estará queriendo decir mi compañera de trabajo. Porque yo sé muy bien que está atardeciendo. Y si no, me bastaría con mirar por la ventana.

“Quiere que escriba sobre atardeceres”, pienso. Y le hago caso.

Hay un atardecer en particular que se me viene a la mente. Estoy en el mar con los brazos apoyados en un salvavidas y frente a mí, mi primo Luis. Le estoy dando la espada a la costa y las gotas de mar que en las pestañas de mi primo dibujan pequeñísimos arcoíris. No se lo dije. Por razones obvias.

Él tenía 21, unos cinco o seis más que yo y ambos trabajábamos como carperos en San Sebastián, una playa del barrio La Perla de Mar de Plata.

Además de llevarme cinco años, tenía un cuerpo trabajado, pelo largo y rubio y ojos celestes. Y era muy pero muy ganador con las mujeres.

En lo único que me parecía era en lo del pelo largo.

Lo que tenía de delicado y amable con las mujeres, lo compensaba con la brutalidad con la que trataba a los de su sexo. Conmigo, por caso, era más bien bestial.

Sus consejos eran del tipo: ´dale, vos podés´ y me hacía cargar diez sillas de paja apiladas desde el sector de las carpas al depósito y yo terminaba enterrado de cabeza en la arena. ´Dale, andá a decirle algo, ¿no ves que te está mirando, bobo?...´, y yo iba derechito a donde estaba la chica que me gustaba, y también solía enterrarme de cabeza a mitad de camino, pero esta vez voluntariamente. ´Dale, andá y deciles a esos estúpidos que no se puede jugar a la pelota en ese sector…´. Y otra vez, cabeza enterrada.

Todos estos consejos cerraban con un "hacete hombre de una buena vez…".

Medianamente le hacía caso, porque quería ser como él. A lo que no me animaba era a salir a nadar cuando terminábamos la jornada laboral.

Siempre encontraba una buena excusa para negarme a su invitación/mandato. Hasta que una tarde me esperó en el vestuario y antes de que pudiera decirle que no o escapar, me agarró del brazo: "vamos, hacete hombre…".

Cuando lo vi agarrar el salvavidas confirmé que no me tenía fe, pero me alivió saber que muy en el fondo me quería.

Era la hora en que el mar se amansa y entibia. Él llevaba una soga de unos veinte metros en cuyo extremo estaba atado el salvavidas.

Nadamos mucho, no sé cuánto. Lo suficiente como para ir depurando mi estilo rudimentario.

-¿Paramos, Luis?

-No, un poco más, no seas marica.

Así cada cinco minutos.

A la quinta o sexta vez me hizo caso. Paramos. Tiró de la soga hasta que trajo el salvavidas. Nos quedamos un buen a unos pocos centímetros de distancia. Era el atardecer, cuando vi en sus ojos los arcoíris, pero no le dije nada.

-Decime si no es lindo, me dijo al rato y sacó su brazo derecho del salvavidas y trazó un círculo que partía de la costa y volvía a ella luego de abarcar el mundo.

-Sí, relindo –le dije. Luego, le sugerí- ¿Volvemos?

-¿Estás loco? Recién salimos. Si estás cansado te llevo de tiro.

Y sin darme chance a responder (no hubiera sabido qué), se ató la soga a la cintura y empezó a nadar. A los pocos segundos sentí el tirón del salvavidas. Me estaba remolcando. "Pataleá, maricón…", me gritó desde veinte metros más adelante, porque ya no lo veía. Había anochecido.

En ningún momento viró el rumbo ni se torció, siguió derechito rumbo a un horizonte invisible.

Ya no había noción de distancia ni de tiempo. Solo agua. Un silencio profundo que se interrumpió por un instante: "me cansé -gritó desde algún lado allá adelante-. Te suelto y nado un ratito solo. Ya vuelvo".

En ese rato infinito aprendí que el mundo es redondo o al menos bombé: la orilla, apenas un hilo de focos del alumbrado público bordeando la costa, estaba no solo lejos, sino más abajo.

No sabía si lo que me estaba pasando era una de las pruebas de Luis para que me hiciera hombre. Si era afrontar el miedo, efectivamente en dos minutos me hice todo un hombre. Si era superarlo, no: en tal caso era todo lo contrario a un hombre, que aún hoy no sé qué sería.

Solo, de noche, en medio del mar, con frío, aferrado a un pedazo circular de corcho forrado en lona y sin saber cómo habría de encontrarme mi primo Luis (o Prefectura, a la mañana siguiente), me limité a escuchar el silencio. Nunca más escuché uno así.

Al rato –que bien pudo ser un cuarto de hora o casi toda esa noche- escuché las brazadas de Luis y su grito:

-¿Y, mariconazo? ¿Te asustaste?

No se los dije, pero memoricé todos los insultos que se me iban cruzando por la cabeza mientras volvíamos nadando. Cuando puse un pie en la arena, se los recité de corrido.

-Bueno, así me gusta. ¡Ese es mi primo! Ahora que sos todo un hombre, vestite y vamos a tomar unas cervezas.

Luego de aquel verano lo volví a ver esporádicamente. Se hizo marinero y alcohólico. El atardecer de su vida lo encontró solo, sin salvavidas ni arcoíris.

La noche y el silencio se le vinieron encima de golpe. Como a mí aquella vez.

Últimas Noticias

Atardeceres