-Ves, pa. Si vos me dejaras venir en bici al cole, podría encarar esta loma y largarme…

-Claro, y te tengo que desencrustar del frente de esa casa.

-Ah, bue… Porque no sé frenar.

-Tenés razón, hijo. Sabés frenar. Y no solo eso: tenés una bici segura, que frena y todo. No como la Aurorita.

Y de ahí en más, explicarle lo que era la Aurorita. O mejor dicho, mi Aurorita. La que me regaló mi viejo un Día de Reyes. Naranja, usada. Hermosa.

Y luego de las explicaciones, aguardé el silencio para pensar. O recordar aquella tarde de hace medio siglo.

Desde esa altura podíamos ver la ciudad hasta donde nos daba la vista. Habíamos llegado allí con el último aliento. La loma, que parecía interminable desde abajo, tuvo mucho que ver con ese cansancio. Pero sobre todo porque veníamos de pedalear desde el curvón del Dique, donde habíamos jugado uno de esos partidos de fútbol interminables, que se dirimen por cansancio o caída del sol: "el último gol gana".

Perdimos.

Con Carlitos, mi amigo, habíamos decidido ir en bici porque ya habían empezado los días lindos de primavera. Es decir, un viento tremendo, que a favor era una bendición y en contra, un motivo de discordia:

-A vos sólo se te puede ocurrir haber venido en bici. No ves que ahora tenemos viento en contra.

Carlitos me miraba con cierta culpa. A su modo, me respetaba. Yo era dos años más grande que él y para ese entonces, era toda una diferencia. Yo tenía 12, él 10 y vivíamos en la misma cuadra, bastante lejos del Dique.

-Hacemos una cosa -me dijo Carlitos, que era una mente brillante para razonar cosas al revés-: damos la vuelta al Dique y vamos a tener siempre viento a favor.

O sea, en lugar de encarar desde el curvón directamente para el centro, su idea era tomar hacia la zona del piletón y volver por el otro lado. Un sinsentido. Y evidentemente me agarró cansado porque me convenció.

El viento a favor nos duró hasta la entrada a Villa del Lago. A partir de ahí fue una tortura avanzar pedaleando. Pero lo hicimos. Los dos teníamos una Aurorita que habíamos reacondicionado con asientos "banana" y manubrios gigantescos. Por aquel entonces no existían los verbos lookear ni tunear, pero habíamos dejado esas bicicletas hechas un espanto.

A duras penas llegamos al pie de la loma, extenuados.

La opción era encarar por entre el yuyal lindero al murallón o subir la cuesta.

-Sos un tarado, Carlitos -se lo dije sin mirarlo, mientras me bajaba de la bici y me disponía a tomar a campo traviesa-. ¿Me escuchaste o también sos sordo?

Me di vuelta y estaba subiendo la loma con la bicicleta de tiro.

-Venite por acá -me gritó a contraviento-. Subimos y desde allá nos largamos. Con el envión no paramos hasta casa.

Se reía a carcajadas mientras el viento le arremolinaba el pelo. Era bastante cabezón, tenía el pelo largo y flequillo.

Traspirado, con los pelos endemoniados y riéndose de los contratiempos es la imagen que conservo de Carlitos. Al año siguiente se mudó del barrio, pero igual venía a mi casa a jugar. Al tiempo me dijo que se iba a vivir con la mamá a Mar del Plata. Cinco o seis años más tarde, no sé cómo -ni por qué, que es lo peor- me enteré que había muerto en un accidente.

-Venite, me insistía desde su feliz inconsciencia.

Segunda oportunidad en una misma tarde en que le hacía caso. A él le sobraba lo que yo temía, pero a su vez quería tener. Por entonces no lo sabía definir; hoy sé que es audacia. Por esas cosas, yo lo respetaba sin decírselo. El mismo respeto que me genera mi hijo cuando ni se le ocurre pensar en bajar semejante loma en su bici.

Llegamos arriba con el último aliento, comenzaba a bajar el sol por atrás del Calvario. Cuando lo alcancé, ya estaba subido en la Aurorita, con los ojos inmensos mirando hacia adelante. La loma bajaba como hoy, pero arriba de una bici y a los 12 años a mí me parecía el camino más directo al otro mundo.

Lo que no tenía de coraje me sobraba de vergüenza, así que me largué. El viento me llenaba los ojos de lágrimas y apenas podía ver a Carlitos, que diez metros delante de mí se daba vuelta, loco de contento. Loco y contento.

A mitad de la bajada, aferrado a mi manubrio inmenso, probé los frenos de atrás: andaban. Se ve que Carlitos tuvo la misma idea, porque se dio vuelta y me gritó: ´uy, no tengo frenos...´.

Tratando de frenar con la zapatilla y unos diez metros antes de llegar abajo -donde como ahora no existe vía de escape, sino una calle transversal- se dio vuelta para mirarme: estaba feliz.

Se ve que intentó doblar, porque la bicicleta se le descontroló justo antes de incrustarse en una zanja.

Carlitos volaba, el pelo enmarañado, los brazos hacia adelante. Un superman de cabotaje en su día de mala suerte. No lo vi, pero hoy sospecho que estaría sonriendo.

Para cuando terminé de bajar -con el freno todavía a medio apretar-, ya se estaba reincorporando.

-¿Me viste? ¿Me viste?, estaba más exaltado que nunca, lleno de abrojos prendidos de la cabeza, el buzo roto y las rodillas sangrando.

La rueda de adelante de la bicicleta le había quedado como un ocho. Tuvimos que volver caminando, turnándonos para llevar la bici apoyada en la rueda de atrás. Una cuadra antes de llegar a su casa me dijo que le dolía el codo.

-Capaz que me quebré-. Se reía, como siempre.

-Mirá que te vas a quebrar... -le dije yo desde mi 20 por ciento de sobrada experiencia en la vida-. Estarías a los gritos del dolor.

Lo dejé en la puerta de su casa y le dije que nos veíamos al día siguiente.

Y nos vimos: estaba enyesado para cuarenta días y en penitencia por una semana.

Por lo general no me acuerdo de Carlitos. A veces, cuando cruzo un puente o transito una ruta de cornisa, lo imagino con su pelo enmarañado, su sonrisa eterna, su desenfreno. Lo veo volar, bajito y a punto de aterrizar entre los yuyos. Un superman en franca caída. Pero feliz.

Cosas de la audacia.

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