Hace algunos días me probé uno de los magníficos gorros que hacen mi amiga Suzie y su amiga. Gorro ruso, para ser más precisos.

No soy muy bueno para las cuestiones estéticas. A falta de eso, me sobra espíritu crítico propio. Sobre todo si de gorros se trata. Básicamente, ninguno me queda bien. Las gorras tampoco.

Por eso, cuando me probé el “ruso” que hace mi amiga no necesité mirarme en el espejo para saber que no me iba a gustar lo que veía. Así todo, lo intenté: el reflejo confirmó mis pálpitos.

Pero me devolvió una imagen que no pensaba encontrarme: me sentí Omar Sharif.

Tanto, que me salió decirlo:

-Parezco Omar Sharif.

Quienes estaban –toda gente joven o al menos más joven que yo, que es casi la totalidad del Universo- me miraron. Luego, se miraron entre ellos. Supe que no tenían ni idea de quién les estaba hablando.

-Omar Sharif, che, el de Doctor Zhivago.

Cri cri.

En casos como estos, suelo declararme prescindente. Huyo por un atajo del estilo “no me hagan caso, estoy hablando cosas de viejos…” y me retiro de la conversación a paso redoblado.

Pero en esta ocasión no. No puedo aceptar que las nuevas generaciones no sepan de esa película, no la hayan sentido nombrar, no la hayan visto. Estoy convencido de que si uno se ha enamorado, está enamorado o tiene pensado enamorarse alguna vez en su vida, la tiene que ver. No sé si va a entender algo del amor –no hay fórmulas precisas al respecto- pero va a llorar que da gusto.

Paso seguido, la conté someramente. Y hasta la “ilustré” buscando en el celular el “Tema de Lara”, que es la banda sonora del film y lo predispone a uno para el llanto. Creo que por un par de minutos mantuve su atención. Es difícil competir con Tiktok, pero hasta alguno me prometió que la iba a ver.

Estimo que esta es una buena época para verla, con este frío demencial que nos ha invadido. Porque también sé o intuyo o me gusta creer, que todos somos Omar Sharif en algún momento de nuestras vidas. Sobre todo, de nuestra vida sentimental. Y en invierno.

Sin ir más lejos, creo que fue la semana pasada que me tocó presenciar una escena entre una pareja de jovencitos en pleno centro, en el marco de una gélida noche. Él estaba haciendo de Omar Sharif (Yuri), pero no necesariamente ella era Julie Christie (Lara). Hasta me dieron ganas de decirle al pibe que se fijara bien lo que estaba haciendo –o diciendo mejor dicho, porque no pude evitar escuchar parte del verso que le estaba metiendo a la piba-, pero por razones de decoro me mantuve en silencio.

Si uno, solo uno de los jóvenes a los que les tuve que contar la película, la busca en alguna plataforma y la ve, me doy por satisfecho.

Creo que a las nuevas generaciones les está faltando esos dramones de película, lentas, obvias por momentos, punzantes, con golpes bajos, pero que cuando uno termina de verlas y mientras se suena la nariz siente el deseo irrefrenable de cambiar algo en su vida.

La idea dura un rato nomás. Como Tiktok.

Pero no deja de ser una ilusión emocionante.

(Por cierto, hoy hace nueve años que se nos fue el bueno de Omar. Y eso también es un bajón).

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