Hace algunos días, por cuestiones laborales debí reunirme con un grupo de personas a quienes no conocía. Toda gente joven, demás está decir ya que como bien sabrán los que su número de documento comienza entre el 11 y el 19, todo el mundo es más joven que ellos. Que nosotros.

El encuentro ya había comenzado cuando llegó una chica, pidió disculpas, se buscó una silla y de inmediato se puso a tono con lo que se venía hablando. En un momento y sin que nadie se hubiera percatado, pidió disculpas:

-Ay, perdónenme. Pisé caca de perro. Me voy a limpiar afuera y vuelvo.

Así de normal, como debe ser. Haciendo de un contratiempo un motivo para generar situaciones simpáticas. Porque de inmediato todos sonrieron y alguno dijo que le iba a traer buena suerte.

Pues bien, en mi juventud la cosa no funcionaba así. O al menos, en mi caso. Recuerdo que tenía esa edad en la que todavía era joven, pero había dejado atrás la etapa del desenfado, la desfachatez, la inconciencia. Es decir, comenzaba a importarme el qué dirán y aún faltaba un tiempo para fingir un “no me importa el qué dirán”.

Sobre todo, porque de la reunión a la que iba a asistir también iba a formar parte una señorita que me interesaba sobremanera. Es decir, no me podía permitir ningún papelón, tan siquiera un desliz, un detalle discordante.

Era una de esas reuniones a la que acude gente importante que dice cosas importantes sobre temas importantes. O sea, mi presencia allí obedecía pura y exclusivamente al interés ya descripto.

Por aquel entonces ya comenzaba a entender que la mejor manera de parecer importante cuando no se da el piné, es permanecer sabiamente callado y asentir de tanto en tanto ante la alocución del que parece más inteligente.

Era un departamento de dimensiones estrechas para albergar a una veintena de participantes. En el cordial “acomódense como puedan” que sugirió la dueña de casa, me dormí. No literalmente, sino que me distraje de manera tal que “mi chica” quedó enfrente de donde atiné a sentarme, con un océano infranqueable en el medio, hecho de mesitas ratonas, alfombritas, adornos y almohadones. Atravesarlo bajo cualquier excusa, me hubiera valido no sólo un golpe, sino también destrozar las frágiles cositas ordenadas graciosamente sobre la mesa.

Me dispuse a escuchar cosas importantes y de tanto en tanto a hacerle miradas interesantes a la señorita. Había en ese lugar, tal cual se estilaba por aquellos años y en
aquellas gentes, un intenso aroma a pachuli. Intenso, nivel ahogo, mareo.
Sin embargo, por debajo de ese perfume narcotizante asomaba un olor más occidental, más autóctono, terrenal. Un olor que –aunque tenuemente asomando a oleadas- era inequívoco.

Es maravilloso observar los gestos y las posturas de la gente en esos momentos difíciles. Todos se miran un poco de reojo, con disimulo, con miradas aclaratorias. Nadie, por supuesto, se animó a decir lo que se dice en tales circunstancias: “fíjense porque alguien debe haber pisado caca…”. Un poco, porque en el grupo no existía tanta confianza y otro poco, para no interrumpir los razonamientos medulares del importante de turno.
Pero con el transcurso de los minutos, el olor lejos de desvanecerse parecía cobrar nuevos bríos, amenazando con imponerse al pachuli.

Como un reflejo casi instintivo, bajé la vista y disimuladamente miré las suelas de mis zapatillas. Y ahí estaba, debajo de mi pie izquierdo el origen, la razón, el foco propagador de semejante pestilencia.

Fue un momento de desconcierto íntimo, de desesperación ahogada, de estupor mudo. La primera reacción fue esconder el pie debajo de la silla, al borde de la contorsión; si lo hubiera podido hundir bajo el cerámico lo hubiera enterrado hasta el tobillo y más. Fantaseé con la idea de amputarme el pie y guardarlo en el morral que usaba por entonces.

Era un departamento de primer piso, es decir, no había patio ni mucho menos pasto para zapatear hasta no dejar vestigios. No había manera. Y para colmo, no podía pensar con claridad. Y para más colmo, el importante de turno seguía hablando sin parar, sin pausa posible para levantarme y huir de allí por la puerta o por la ventana. Alguien prendió un sahumerio.

Me quedé aferrado a la silla, con el pie vergonzante lo más atrás que me permitían los meniscos.

La reunión por fin se fue diluyendo. La gente comenzó a irse, de a uno, en pareja, en grupos (mi chica lo hizo con el tipo que se le había sentado al lado y que era uno de los importantes). Yo seguía soldado a la silla, hasta que una distracción de la dueña de casa me flanqueó la salida.

Lo dicho: el departamento era de dimensiones no muy amplias. De manera tal que mientras mi pie presentable todavía estaba dentro, el otro ya iba por la planta baja.
Cuando me dicen que tales desgracias traen suerte yo digo que no, como lo hizo el muchacho de mi última reunión, a mí, por caso, me costó un fracaso amoroso (el perdedor siempre encuentra alguna excusa).

Últimas Noticias

Buenas suertes