Como debate político me parece un poco liviano, teniendo en cuenta de que se trata de la Capital Federal y una de las ciudades más importantes del mundo. Ahora, como para instalarse en una campaña electoral, creo que es una genialidad: “en Buenos Aires hay olor a pis”, dijo el exjefe de Gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta, en su rol de candidato a legislador.

Qué duda hay de que la Reina del Plata nos provoca fascinación a los provincianos que vamos a pasar un par de días. Los teatros, las actividades culturales, shoppings, barrios elegantes, barrios con onda, monumentos históricos, ferias, librerías, glamour, pintoresquismo… Hay de todo.

Pero si hay olor a pis, hay olor a pis. No existe manera de disimularlo.

Es cierto que Pedro de Mendoza, primero, y Juan de Garay, después, no eligieron el lugar más adecuado para fundar una ciudad. Era más o menos un pantano. Y ya se sabe que en verano, estos lugares no huelen a jazmín ni a lavanda. Arrancaron mal.

Dicen que en las épocas de la colonia, el olor en Buenos Aires –como en las principales ciudades del país- era insoportable. Entendible: no había red cloacal, había frigoríficos y curtiembres instalados en la ciudad y el sistema de recolección de residuos dejaba mucho que desear.

A nivel mundial, el olor de las ciudades fue durante siglos insoportable. O, a decir verdad, soportable, dado que el humano se acostumbra a todo. Mal que nos pese.

En la actualidad nos hemos acostumbrado a que las ciudades no huelan a algo en particular. Hay una mezcla medianamente tolerable de olores. Hace algunos meses, en Tandil fue noticia un terrible olor a cloaca o algo así. Ese día nos dimos cuenta de que habitualmente, la ciudad no huele a nada. O a todo junto. A indescriptible.

Si bien es muy difícil recordar aromas, podría arriesgar que en mis años de infancia la ciudad olía distinto. O si se quiere, había distintos olores.

Uno caminaba cerca de uno de los dos arroyos a cielo abierto que atravesaban la ciudad y podía olerse a agua que corre lento. Lo mismo después de llover: tantos baldíos y terrenos sin construcción, hacían que el “olor a lluvia” brotara por todos lados, incluso en la zona del centro.

Ni hablar a la hora del mediodía, cuando desde las ventanas abiertas de las cocinas de las casas emanaban olores a guiso, a puchero, a bifes a la plancha, a tuco… Se olía a vida. Pasar temprano, a las siete de la mañana o antes, por una panadería era impregnarse de esa cosa indescriptible que nos genera el pan recién horneado. U olor a medialunas. Hasta el desinfectante con que las barracas u otros negocios utilizaban para baldear las veredas nos iban marcando el camino hasta llegar a casa, al colegio o al trabajo.

No todos eran gratos, claro. En los barrios donde se asentaban las fundiciones por momentos se tornaba áspero –e insalubre- respirar.

El olor a asado los domingos, a choripán los días de partido, a tabaco que se escapaba por las puertas y ventanas de los bares de barrio, a embutidos y verduras en el Mercado Municipal, a cala en los jardines de las casas donde vivía gente mayor, a pizza en la vereda de Don Lino o Carrillo, a humedad en las puertas de las iglesias, a lavandina en las entradas de clínicas y hospitales, a tinta en los kioscos de diarios y revistas, a café en El Cisne o El Ideal, a tiza en las escuelas, a viejo en las bibliotecas, a querosén en algunas casas en invierno, a uva chinche de las parras, a spray en las peluquerías de damas, a hiedra en las paredes, a barro cuando el centro iba quedando lejos, a soledad en algunos atardeceres.

Y sí, en los baños públicos que estaban debajo de la glorieta de la Plaza, se olía a pis. En días de humedad había que esquivar a pasar por ahí.

Pero no era tema de campaña electoral.

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