Por supuesto que ahora está total y saludablemente demodé apelar a la compasión como estrategia de seducción.

Supongo que las y los jóvenes de hoy -sin entrar en generalidades- han de buscar personas con un buen grado de autoestima, afianzadas, conscientes de sus limitaciones, pero que saben capitalizar sus fortalezas. Un campeón, bah. Y lo bien que hacen.

Pero hubo un tiempo en que hacerse el pobrecito, pagaba. No vamos a decir a tasas chinas. Pero pagaba sus dividendos. Ahora que releo este último párrafo, me surge una duda: ¿y sin en lugar de ser un tiempo era un contexto? Quiero decir, quizás en los ambientes en los que yo me movía las chicas le escapaban a la pasta de campeón.

Como sea, no era fácil la seducción bajo esos parámetros. Como toda estrategia requería de un plan medianamente rígido, del que no convenía apartarse demasiado. Es decir, ni salirse del libreto ni exagerar. Sobre todo, esto último.

Porque si bien hubo una generación o un contexto -insisto, esto puede ser solo mi fantasía o, a esta altura, simplemente delirio- en que los ganadores no eran bien vistos, tampoco era que las mujeres morían por un fracasado. Había que insinuar cierto halo de melancolía, una sensibilidad contenida, alguna tortura mínima pero profunda. Pero nada de patologías: el que lloraba a moco tendido en una película se iba solo a la casa.

No obstante, esos momentos de silencio, de introspección que a veces permiten los primeros tiempos de una pareja en ciernes, había que capitalizarlos con algún recuerdo de infancia, de adolescencia. Nada grave. Y mucho menos contrastable con la realidad. Es decir, no valía inventar la muerte de parientes cercanos. En principio, porque se cortaba el clima: hay que volver del relato de un velatorio, ¿eh? Y seguidamente, porque si la relación prosperaba, en algún momento llegaba la ocasión de las presentaciones:

-Te presento a mi abuela Filomena.

-¿Pero no se había muerto en tus brazos?

-Bueno, muerto lo que se dice muerto, no. Creo que fue catalepsia. Qué susto nos pegó la vieja aquel día. ¿Cierto, abu…?

La fortuita aparición de un perro callejero era uno de esos momentos ideales para dar rienda suelta al actor que uno lleva dentro. Y el actor en vías de seducción, se cree candidato al Oscar.

Mostrarse compasivo con el perro callejero: acariciarlo, hablarle, darle una galletita -en caso de que la circunstancia fuera de merienda en una plaza-. Y por fin el "me hace acordar…"

Ojo: había que tener elaborado de antemano el personaje del perro de referencia. Nada de improvisar: raza (si era mestizo, mejor), color, nombre, característica distintiva ("era tuertito, pobre…"), cómo llegó a nuestra vida y, lo principal, cómo se fue.

-Te juro que un segundo antes de que cayera bajo las ruedas del colectivo, me miró como diciéndome ´gracias por el amor que me diste. Fuiste mi gran amigo; mi hermano…´.

Y luego, tragar ese mar de lágrimas inexistentes. Si era necesario, apretarse disimuladamente la glotis. Contener la respiración. Forzar otro tema, a propósito… El abrazo no tardaba en llegar.

De aquellos años conservo gratos recuerdos y alguna que otra anécdota propia e inventada, que hasta hoy me hace estremecer.

Pero si hay algo que no puedo olvidar fue una historia ajena. No puedo recordar el nombre de aquella mujer, pero sí su relato. O el comienzo de su relato, mejor dicho. Creo, por cierto, que fue el último día que hablamos.

Cómo decirlo… era una chica más bien frontal. Decidida. Una muchacha de las que hoy abundan, pero por aquel entonces permanecían escondidas. O quizás escondían esa determinación, ese desparpajo para decir las cosas. Y justo me vino a tocar a mí (no literalmente hablando, claro. Nunca me tocó).

-Vos me venís con el cuento del cusco que lo pasó por arriba un camión… ¿Sabés lo que es sentirse una basura? ¿Sabés lo que es confirmar que no existís? ¿Sabés lo que es preguntarte cada noche para qué estás en este mundo? No, seguro que no. Bueno, yo te voy a contar.

Más o menos así fue el comienzo de su confesión, que vino a interrumpir el final previsible de mi perro tuerto. Y siguió.

Bueno, aquello sí que era un drama. Y para colmo, bien contado. No importaba ya si era cierto o no. Me di cuenta lo que pasaba a la altura del relato en que un día sus padres la olvidaron en una plaza. Supe que mis fuerzas no iban a poder soportar tanto peso.

-Mirá –le dije, con un grado de honestidad que no recuerdo haber tenido antes y que deliberadamente oculté por el resto de mi existencia-. Si me seguís contando voy a llorar. Pero eso no sería nada. Una relación entre dos sufrientes no puede llegar a buen puerto. Yo no soy el tipo que vos estás necesitando, en caso de que lo que me contás sea cierto. Ahora, si me estás chamuyando, tampoco. No podría soportar que alguien actúe mejor que yo. Si fueras otra, te diría que seamos amigos. Pero ni para eso me da. Y sabelo: el perro, el tuerto, ni era tuerto ni lo pisó un camión; se murió de viejo nomás.

Pegué media vuelta y me fui llorando. Lo que no recuerdo bien por qué: si por el perro, por su relato o por mi honestidad inoportuna.

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