Hace algunos días estuve en Buenos Aires y volví con esa extraña sensación de admiración y desasosiego.

Admiro el abanico de posibilidades que esa ciudad brinda en lo cultural y artístico, entre otras disciplinas. Me perturba tantos seres solitarios, caminando sin verse, sentados en un subte o un colectivo sin percibir la presencia del otro que está a su lado, la incomunicación entre millones de personas que se trasladan, toman café, hacen compras y trámites a centímetros de distancia. Y todos, absolutamente todos, enchufados a un dispositivo que los conecta con alguien que está a kilómetros de distancia.

Un mundo de desconocidos sin ganas de conocerse.

Al segundo día de estar en mi casa, acá en Tandil, sonó el timbre y era el hombre al que le había hecho un encargue.

Recién cuando cerré la puerta me di cuenta de que había estado veinte minutos con el picaporte en la mano hablando con alguien que no había visto jamás. En realidad, escuchando. Porque yo no dije más de tres o cuatro palabras, incluidas “buenas tardes” y “gracias”.

Cómo puede ser que a esta altura de mi vida no pueda cortar una conversación, si se quiere, pasatista. Innecesaria. Me pregunté.

Y un intento de respuesta fue que ese hombre tenía la capacidad de contar historias. El secreto de hacer interesante lo más trivial.

Ese hombre, que me tuvo veinte minutos con el picaporte en la mano tratando de decirle que ya era suficiente, me pudo. No él. No sus anécdotas. No los temas que abordó -la resistencia de una bolsa de nylon, el carburador de un auto, la onda verde de los semáforos-. Me pudo su manera de contar lo intrascendente.

No puedo recordar una sola de las cosas que me dijo. No hubo moraleja, enseñanza, reflexión, datos concretos, posturas políticas ni quejas... Le pasé la zaranda al monólogo y no quedó nada.

Sin embargo, esos veinte minutos fueron como sentarme frente al televisor y enganchar en el zapping esa película que vimos mil veces pero no podemos dejar de ver, aunque sea un rato. Como Náufrago; veinte minutos con el dedo en el botón de cambiar el canal. Y no oprimirlo.

Ese hombre lleva consigo el saber ancestral de quien sabe contar historias. El secreto que solo conoce un integrante de la tribu, que en las primeras noches de los tiempos juntó a los otros alrededor de una fogata y los entretuvo con la palabra.

Mientras afuera de ese círculo de luz acechaban las bestias, los demonios, los cataclismos originales, él lograba detener al mundo y sus vicisitudes. Solamente para dejarse oír por sus pares. Luego, cada quien a lo suyo. Hombres y mujeres a reencontrase con el sueño; bestias a nutrirse y el mundo a crecer salvajemente. Y él, con la última llama brillándole en los ojos, satisfecho por la tarea cumplida.

No sé si así se formaron las tribus, las comunidades, las sociedades. Pero estoy casi seguro de que de esa manera continuaron unidas.

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