Un día como hoy de 1870 era asesinado Justo José de Urquiza, el hombre al que la historia le otorga el honor de ser el primer presidente constitucional de la Confederación Argentina.

Y quizás su vida y su muerte evoquen cabalmente esa representación de nuestros logros y nuestras derrotas, más que un título o un cargo.

Caudillo y terrateniente, cobró notoriedad y poder como acérrimo defensor del federalismo. Sin embargo, fue él quien derrotó al mismísimo Juan Manuel de Rosas. De su mano nació la Confederación, primer atisbo más o menos serio de convertirnos en país. Pero no estaba incluida Buenos Aires.

Y vaya a saber si no fue en busca de esa unión que debió renegar en los fríos escritorios del poder lo que había conseguido en el fragor de los campos de batalla. Claudicó ante Mitre y se abrazó a Sarmiento, el hombre que había mandado a matar al Chacho Peñaloza.

Estos gestos le valieron la sentencia de traidor y su suerte estaba echada.

Como dice el historiador Hernán Brienza: “En todo pactista hay un Urquiza latente”.

Sujetos extraños estos personajes de la historia. De tanto codearse con la muerte ajena, se negaron a reconocer la propia. No lo creyó Facundo Quiroga cuando le avisaron que lo iban a asesinar en Barranca Yaco. Tampoco Urquiza le dio importancia a las noticias sobre el golpe que estaban preparando en su contra.

-Cuando el asesino venga por mí, me va a mirar a los ojos y se va a poner a mis órdenes, dijo más de una vez el entrerriano.

Cuando escuchó a la montonera entrar por el patio trasero de su palacio de San José, fue a su habitación a buscar un arma.

Era la hora de la cena y junto a él estaban su mujer y tres o cuatro de sus 23 hijos.

Cuando se asomó a la puerta para ver quién era el corajudo que se había animado a tanto, un tiro certero le dio de lleno en la cara.

“¡Canallas! No se mata así a un hombre, delante de su familia”, dijo instantes antes de que un cuchillo montonero y federal terminara con su vida.

Simultáneamente, y a unos kilómetros de allí, en Concordia, el plan ideado por López Jordán completaba la faena con el asesinato de dos de sus hijos y sucesores en el mando de Urquiza: Justito y Waldino.

Dicen que una vez perpetrado el crimen, su verdugo, un tal Simón Luengo, se sentó a la mesa y ordenó a los criados que le sirvan la comida, mientras el resto del gauchaje se alzaba con las joyas y el oro del palacio.

Desangrado y sin rostro quedaba para siempre caído el héroe de Caseros, el que se dejó ganar en Pavón. Ese fue el final para el primer presidente de la incipiente nación.

Esa es parte de nuestra historia. De tanto en tanto está bueno repasarla, como quien mira fotos amarillentas y desdibujadas, pero propias.

Dolorosamente propias.

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