Utilizar el término admiración sería exagerado. Mucho más aún, envidia, que además de la desproporción viene con su carga de malevolencia.

Quizás la construcción semántica "tomar como ejemplo" sea la adecuada para este caso.

De ser así, voy a tomar como ejemplo a aquellas personas que antes de dormir dejan a los pies o al costado de la cama sus pantuflas en estricto orden: pie derecho a la derecha y así. Ni admiro ni envidio a esas personas. Tomaré su ejemplo y lo convertiré en mi forma de proceder. O de ser.

Porque resulta que de un buen tiempo a esta parte -30 años, pongámosle- me sucede que me despierto de madrugada. No es insomnio ni esa sensación de haber dormido lo suficiente. Me despierto con la certeza de necesitar algo. Por supuesto que no sé lo que es, pero lo quiero ya.

Si no fuera tan oneroso ni problemático, pondría en alguna dependencia de mi casa un quiosco, pequeño y personal comercio de expendio de bebidas, golosinas, snacks, sánguches, cigarrillos, café y minutas. Puede ser un autoservice o atendido por un empleado que no se fije en la apariencia del cliente -en este caso, yo- que puede estar semidesnudo, en pata y despeinado.

Un petitquiosco.

Como aún no he podido instalar ese comercio en un rincón del living, lo que hago cuando el sueño se me interrumpe de madrugada es enfilar para la heladera. Recién cuando abro la puerta y me ilumina la luz del foco de 15, adquiero cabal conocimiento de quién soy, dónde estoy y demás datos personales. Porque toda esta rutina la hago con la penumbra que viene de la planta alta.

A partir de entonces, me dedico de lleno a buscar algo que aplaque mi ansiedad: una manzana, un pedazo de milanesa, un vaso de gaseosa, medio limón, mostaza, novalgina... lo que haya.

Y es entonces que también descubro que esta época del año -los primeros fríos, la humedad- ya no es propicia para estar descalzo. Amén del peligro que implica abrir la heladera en esa condición, según recuerdo me ha alertado mi madre.

Un buen par de pantuflas colocados correctamente al pie de la cama me evitarían esos malos trances. Y otros, que puede ser mucho peores. Uno en particular: pisar algo raro.

Me pasó hace algunas noches: par de metros antes de llegar a destino, pisé algo. Pensé que era un trapo de piso. Pero no. La perra tampoco: hubiera gritado. Otro animal no tengo.

Obviamente, de inmediato levanté el pie. Era algo no tan grande.

¿Un gajo de mandarina? ¿Una papafrita? ¿Un pedazo de morrón cortado en juliana? No recordé haber hecho tuco a la noche.

Descartadas estas posibilidades, benévolas por llamarlas de alguna manera, sentí un escalofrío que me recorrió la columna vertebral. Todo lo que podía ser que haya estado debajo de la planta de mi pie tenía que ser asqueroso.

Con la luz tenue de la heladera comprobé que no tenía nada. No quise mirar alrededor. Sin probar bocado, ya sin hambre y en puntitas de pie, enfilé para arriba y me tapé hasta la cabeza.

-Nadie se salva solo-, le dijo Favalli a Juan Salvo, en El Eternauta.

-Pero yo estoy solo en casa-, me respondí.

Mientras trataba de conciliar el sueño pensé qué color tendrían que ser las pantuflas que me voy a comprar.

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