El chico debe tener unos 16 años y rasgos orientales. Como escapado de una película de Hong Sang-Soo, por lo cual –sumado a su pelo de color amarillo gastado- se me hizo que podía ser coreano.

Tan despacio venía manejando mi auto que hasta me dio tiempo para pensar en todo eso mientras frenaba.

Fue el jueves, Día de la Primavera, y la Plaza de las Banderas era un océano de adolescentes dispersos en grandes islas, pequeños continentes y algunos islotes dispersos. La calle diagonal estaba llena de autos estacionados, inspectores de tránsito y patrulleros. Por eso, bajé despacio rumbo al centro, casi al ritmo de la canción de El Plan de la Mariposa que venía sonando en mi auto.

Y si dije que el pibe parecía escapado de una película es porque justamente, parecía venir escapando. Se me apareció de repente, entre dos autos estacionados, queriendo cruzar a un par de metros delante de mí. Preví que con tanta gente podía darse una situación así, por eso no me sorprendió y pisé el freno con calma, como si estuviera acercándome a una esquina.

El sí se asustó. Y con la misma simultaneidad en que yo pensé en sus rasgos, su color de pelo, el nombre del director de “Parasite” (la película coreana que ganó un Oscar hace un par de años), él tuvo tiempo para asustarse, parar, estirar su brazo izquierdo haciéndome la seña de que debía frenar, girar y con su mano derecha detener a la chica que venía con él. Casi la abrazó y en la maniobra apresurada le sacó los auriculares que ella traía puestos.

Es decir, se desentendió de mí, de mi auto, de si yo iba a hacerle caso a su orden de frenar. Todo en menos de un segundo. Todo eso –y si hubiera sido necesario más, lo hubiera hecho- solo para poner a resguardo a su compañera, su amiga, su novia o quien haya sido esa chica que intentó cruzar la diagonal con él.

Fue, un acto de heroísmo en cámara lenta. Innecesario, podría decirse, porque estaba todo controlado; pero él no lo sabía. Su pulsión de vida lo hizo detenerse a cero; su voluntad –y ahí vamos a incluir deseo, amor, deber, solidaridad y muchos etcéteras-, salvar a la chica.

Fue ella la que me agradeció con un gesto; luego se acomodó los auriculares y ambos continuaron cruzando la diagonal, rumbo a una nueva aventura. Yo, al trabajo, a velocidad de El Plan de la Mariposa.

Y fue una cuadra más adelante cuando tuve un instante de claridad imaginativa, una capacidad de asociar las cosas que no suelo tener; una percepción inusual de esa magia cotidianidad que muchos pueden apreciar y a mí por lo general me pasa inadvertida.

El tema que venía escuchando era “El túnel de la vida”, altamente recomendable.

Hay una frase que se repite un par de veces:

“Al parecer hay una luz en el túnel de la vida
En la mía fuiste vos salvándome la mía”.

Y el estribillo comienza así:

“Si viniera un tsunami, un estresazo, un aguijón,
yo con vos lo canto, lo vuelvo canción”.

Ahí estaba él, como la luz en el túnel de la vida de ella, salvándole –innecesaria, pero heroicamente- la vida.

Y ahí estaba yo, a manera de tsunami, de estresazo o de aguijón o de cualquier otro cataclismo, suficiente y necesario para que él –el pibe escapado de la película coreana- no tuviera que decirle nada para que ella escuchara la inequívoca melodía de sentirse amada.

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