El tío nuevo
“Cuando vaya a Tandil y les cuente a mis amigos que tengo un tío que es del ambiente artístico no lo van a poder creer”.
Fue lo primero que pensé cuando mi tía me presentó a su reciente esposo, el día que también lo presentó ante toda su familia en Mar del Plata. Era verano y yo estaba ahí pasando las vacaciones, como siempre.
A la media hora tuve un segundo pensamiento en torno a mi flamante tío:
-No, mejor no les cuento nada.
Mis diez años, mi entorno, mi educación mis amigos y la época –inicios de la década del setenta- habían hecho estallar dentro de mí todos los prejuicios. Mi nuevo tío era maricón. Y si no lo era, parecía.
Esa misma noche quise confirmar mis sospechas:
-Abuela, ¿qué te parece el marido de la tía Clara?
-Un gran hombre. Elegante, culto, refinado. Trabaja en radio…
-Sí, eso ya lo sé. Lo que te quiero preguntar si no lo ves…
-Como lo vea yo o lo vea usted (mi abuela no me tuteaba. Y cuando me retaba, se ahorraba el “Marquitos”) no importa. Lo importante es que su tía lo quiera y sea feliz.
Confirmado.
Porque a como venía la cosa, Clara pintaba para vestir santos. Y según decían sus propias hermanas -mi madre incluida- era la más linda de todas, de las siete. A esa edad, yo no sabía mucho de belleza femenina, pero mi tía me parecía dulce, suave, encantadora. Su nombre la definía.
Se había ido a vivir a la Capital de joven. Con los años, su soltería se había tornado una preocupación para la familia. Treinta y pico. Pintaba para solterona.
Hasta que apareció Juan. El tío Juan, como me obligó a decirle mi abuela, tras aquellas aclaraciones.
Era locutor de una radio importante en Buenos Aires y conocía a muchos de los personajes de la televisión, a quienes nombraba por su nombre de pila.
-Este niño es muy parecido a Peter Fonda-, le dijo a su flamante esposa cuando nos presentó. Yo no tenía ni idea quién era Peter Fonda, pero me llamó la atención que me dijera niño, con esa voz de noticiero. También me llamaron la atención los anteojos que llevaba: eran de marco metálico, dorado, muy grandes (le cubrían más de la mitad de la cara) y los cristales eran rosa suave, pero cuando les daba el sol se convertían en rosa fuerte. Olía a crema Ponds.
Cuando regresé a Tandil no les dije nada a mis amigos. Intenté trasladarle mi inquietud a mi vieja, pero me respondió algo parecido a mi abuela. En un tono un poco más contundente. Algo así, como ´ojito con que te escuche decir…”. Segunda confirmación.
La vida siguió su trance y en las temporadas solía ver a mí tía Clara y a mi tío Juan. Realmente era un tipo muy agradable, cuando no quería aparentar su condición de integrante de la farándula. Solía recomendarme películas y libros. Cuando hablábamos, mis prejuicios se desvanecían, a pesar de la crema Ponds, que inundaba los ambientes. Cada año se tornaba más extravagante. Un verano se apareció con una capelina.
De un momento para otro, como suceden estas cosas, me hice grande. Clara y Juan se fueron a vivir a Mar del Plata cuando él se jubiló de la radio. Yo ya no iba a pasar los veranos. La familia se fue desperdigando, las noticias comenzaban a llegar espaciadas y siempre fatales. Un invierno, mi tía murió.
Nunca más supe de él. Hasta que años más tarde, le pregunté a mi vieja:
-¿Qué sabés de Juan, el marido de Clara. El tío Juan?
-Está solito, pobre. Pero no quiere juntarse con la familia. Fui a verlo una vez, pero no me abrió; me dijo que no podía atenderme. Que pasara en otro momento. No volví a ir. Sabía que le molestaba.
-Capaz que está bien así, ¿no?
-No sé. Dicen que lo ven por las noches, caminando por el barrio. Tu tío Mario me dijo que una vez le avisaron que estaba tirado en una esquina. Lo habían golpeado. Pobre Juan. Vos le caías muy bien. Siempre me preguntaba cómo estabas. Pero vos no lo querías mucho, ¿no?
-No me lo permití.
-Qué lástima.
-Sí.
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