Con seguridad, el primero que la vio fue él. Y él es el perro. Aunque se sabe que los perros no ven muy bien de lejos. En ese caso, la olió, que es como un ver para los perros. O aún mejor: es un percibir.

Entonces, él, el perro, fue el primero en percibirla.

Ella no. Y ella es la chica. La chica que no vio siquiera que su perro había percibido a ella -la perra-, que venía paseando con su collar y su correa por la plaza. Y de la otra punta de la correa, él. Y él, es el hombre. Tampoco, la chica, lo vio a él. Ni lo percibió.

Pero el hombre fue el primero en darse cuenta. O el segundo, detrás del perro que a esta altura ya estaba enamorado. O algo parecido; porque nadie sabe a ciencia cierta si los perros se enamoran cuando quieren hacer el amor. Para el caso es lo mismo: con lo que había percibido, el perro ya estaba enamorado de ella, de la perra.

El hombre se dio cuenta de todo; después que el perro, pero antes que ellas, que la perra y que la chica. A una le tensó la correa, bien cortita; a la otra, la miró a los ojos, más bien de lejos. Le gustaron esos ojos, que eran oscuros. Poco menos que negros.

El perro, que percibió y se enamoró, no se fijó en las diferencias. De haberse fijado, se hubiera dado cuenta que no era posible: que era muy chico para ella, la perra, que era algo así como una collie, de pelaje suave y perfumado. Y él -indescifrablemente petiso- un cuzco, marmolado en la gama de los marrones.

La tomó por sorpresa a ella, la perra con la correa cortita; pero no a él, al hombre que tensaba la correa y que le dijo algo así como:

-¡Fuera, cuzco!

Pero el perro no se fue. Ni siquiera cuando ella, la chica, le pegó el grito de lejos, mientras se acercaba.

-¡Vení! ¡Vení acá!

Pero el perro tampoco fue. Enamorado como estaba, urgentemente enamorado, no entendía órdenes ni razones.

-¡Fuera!

-¡Vení!

Cuando ella, la chica, estuvo a unos pasos, él, el hombre, confirmó lo que había percibido, lo de los ojos oscuramente lindos. Y tensó aún más la correa.

-Sit, le dijo a ella.

Y la perra se sentó.

-Perdón, le dijo ella.

Y él la perdonó.

-No es nada. Son perros.

Y a ella le dio un poco de vergüenza las desvergüenzas de su perro que no sólo no entendía de dimensiones, órdenes y llamados. Tampoco de señales: la perra estaba sentada. Más claro que eso... Y sin embargo, él seguía intentando. Urgentemente enamorado.

-¡Vení! ¡Vamos!, dijo la chica avergonzada.

Y el hombre que había percibido los ojos lindos de ella sí entendía de tamaños -él era bastante más grande que ella, la chica- y de señales (un vamos es un vamos. Más claro que eso...). Por eso no se esforzó mucho en buscar una frase, una palabra, un gesto. No se esforzó. Y así le fue.

-¿Es suyo?, no la tuteó.

-¿El perro?

A ella, la vergüenza la puso un poco distraída.

-Sí, el perro.

-Sí, perdón, es mío. Pero no me hace caso.

-¿Cómo se llama?

-¿Yo?

-No, el perro.

Y ella se sintió doblemente avergonzada. Por las desvergüenzas del perro y por las distracciones propias.

-Choco, por chocolate.

-Como sus ojos, dijo todavía, y ya definitivamente, sin tutearla.

-Sí. Como su pelo, dijo aún, y ya definitivamente, distraída.

Por fin él, el perro, entró en razones e hizo caso.

Se fue.

Y él también.

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