Voy a buscar a mi hijo menor al entrenamiento de fútbol y también a un compañerito que tengo que alcanzar hasta su casa.

-Por favor, chiquis, vayan atrás y átense-, les digo.

Me siento, arranco, pongo la radio, activo el sapito para limpiar el parabrisas, chequeo si no tengo un mensaje en el celular, miro por el retrovisor interno y veo que todavía no se subieron.

-¿Van a subir o qué?

-Es que no entramos, pa.

-Dale, hijo, en serio. Ya sabés que todavía no tenés la edad para ir adelante. A veces te dejo, pero está mal. Además vas con tu amigo, no lo podés dejar ir solo. Dale, subite haceme el favor, no empecemos a pelear.

-Es que no entramos en serio, papá. Mirá lo que es esto.

Es de noche, no se ve muy bien. Es decir, no veo detalladamente de qué se trata esa montaña de cosas que mi hijo trata de acomodar para hacer lugar.

-Bueno, bueno. Si le ponen un poquito de buena voluntad entran los dos.

Experimento algo parecido a la vergüenza. Imagino al compañerito de mi hijo llegando a su casa y comentando a su familia:

-No saben lo que es el auto del papá de Teté: un despelote.

Y como buen culposo y temeroso del qué dirán, continúo imaginando a la familia intercambiando pareceres sobre el tema.

-Y, sí. Tiene pinta de despelotado.

-Si así tiene el auto, imaginate la casa.

-Ah, yo pensé que estaba descuidado un poco por fuera nomás.

-¿El auto o él?

-Los dos.

-Pobre Teté…

Ni bien se baja el niño, me dirijo a mi hijo con tono marcial:

-Mañana a la mañana, después de desayunar me vas ayudar a limpiar este auto por dentro. Estoy seguro de que la mayoría de las cosas que hay ahí son tuyas.

-Sabés que yo no desayuno, pa.

-Bueno, no importa. Mañana vas a desayunar como corresponde y a ayudarme.

Por supuesto que al día siguiente se sacó la responsabilidad de encima:

-Pa, tengo que hacer deberes, pero si querés no los hago y te ayudo con eso.

-No, dejá. Hacé lo tuyo.

Mientras me dispongo a mi tarea me pregunto cuándo fue la última vez que “ordené” mi auto. No debe haber pasado mucho más de diez días. Y lo había dejado totalmente prolijo.

Comienzo a sacar –por orden de aparición- los siguientes objetos: un skate, dos pelotas de fútbol, una de tenis, un parasol desenrollado, una carpeta de dibujo número 6, dos rollos de papel para regalo, tres botellas de plástico vacías (una de dos litros y medio), un barbijo, una campera de jean, otra tipo parka, una mochila vaya a saber con qué adentro, tres bolsas de hacer los mandados (espero que vacías), dos papas en condiciones de ser utilizadas, otra que no, una cebolla de verdeo (“viste que al final la habías comprado…”, me dije), una tijera (que estoy buscando desde hace una semana), tres biromes, un lápiz de color rosa, dos libros (uno de Mario Levrero y el otro de Alejandra Kamilla), una radiografía de columna cervical, dos recibos de sueldos, tres o cuatro billetes de 20 pesos, un pantalón corto que por el talle no es de mi hijo ni mío, un toallón, la correa de mi perra, un masacote indescifrable (quizás un caramelo al que se le fueron adhiriendo pelusas, palpelitos y cositas), un sobrecito de mayonesa, un pendrive, una picoloro, un llavero con dos llaves que no son de mi casa, una pila AA, una camiseta del Chelsea, un guante y un metro y medio de cable. Todo eso, arriba del asiento. Me digo que tal vez mañana me dedique limpiar el piso.

Tuve que hacer cuatro viajes hasta adentro de casa y fui dejando todo arriba del sillón. Mi hijo se iba asombrando por cada cosa suya que ya había dado por perdida (“mirá, la camiseta que le dije a mamá que me había perdido…”, “este debe ser el pantalón de Guille…”, “viste que la tijera no la tenía yo…”, “ahora que veo las papas, ¿hoy comemos milanesas con puré?”).

Alguna vez leí o escuché que un buen padre debe hacer de las vicisitudes cotidianas una oportunidad para dejar enseñanzas a su hijo:

-Vení, mirá.

-¿Qué?

-Ves cuánto mejor está ahora el auto. No cuesta nada tenerlo ordenado, pero para eso necesito de tu colaboración, porque ya sos un chico grande que puede y debe ayudar en las cosas de la casa y del auto, en este caso. Ya somos dos adultos. Uno no puede vivir en medio del caos, del desorden, porque eso que ve a su alrededor se contagia hacia el resto de sus cosas: un despelotado para trabajar, para estudiar, para hacer los deberes. ¿Entendés? Mañana si querés cuando te vaya a buscar a futbol decile a tu compañero que lo puedo volver a llevar a su casa. Así de paso ve que estuvimos ordenando. ¿Sí?

-Creo que mañana lo va a buscar el papá.

-Bueno, no importa. Lo que sí importa es mantener este orden.

-¿No limpiaste el piso, no?

-No, después lo hago.

-Ah, me parecía porque quedaron cositas. ¿Qué es eso? ¿Manís?

-Sí, hijo. Maníes. El otro día se me abrió una bolsita que compré. Se dice maníes. Ni manís ni manises: ma-ní-es.

Lo dicho: siempre se puede dejar una enseñanza.

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