La obligación de dar explicaciones o respuestas a la hora de defender mis gustos o mis disgustos ya ha pasado de mí; bondades de atravesar la barrera de los sesenta y una suerte de “jubilación” que me exime de defender mis “rarezas”

Es que ha sido más de medio siglo de hacer entender al mundo que, por ejemplo, no me gusta el helado.

-Pero cómo no te va a gustar el helado… mirá que sos raro vos…

Respuestas profundas, cálidas, superficiales, agresivas, misteriosas, disparatadas. Ninguna terminaba de convencer a mi interlocutor de que más allá de mis razones, seguía siendo raro.

Y un día me dije: “¿así que raro? Mirá lo que te voy a contar…”.

Inventé una historia con algo de realidad, con mucho de golpe bajo, con algo de nostalgia. Solía dar resultado (insisto, ahora cuando me preguntan digo “porque no..”).

Era algo así: “Cuando era chico me gustaba el helado. Uno en particular. Pero te cuento lo que ocurrió. Lo hago en presente, porque en algún sentido, sigue ocurriendo.

Son las seis y media de la tarde de un lunes o un martes de verano. En la vereda de la casa de mi abuela se siente la bruma que trae el aire que viene del mar, a cuatro cuadras.

Yo ya estoy bañado. Pero por debajo del olor dulzón del jabón Palmolive, siento la piel salada, las imperceptibles escamas blancas como dibujos de pequeñas olas.

Estuve hasta hace un rato en la playa con mis tíos y mi primo que tiene siete, como yo. Me pasé horas en el mar, corrí kilómetros detrás de la pelota en la arena, me tumbé boca abajo sobre una lona y soñé. Tal vez me soñé hoy, pensándome en ese momento, pero no lo recuerdo.

Ahora ya es la tardecita. El sol está piadoso, pero me recuerda que no siempre es así. Me lo recuerda a la altura de los pómulos que son como dos brasas.

Estoy sentado en el paredoncito de la casa de mi abuela. Tengo un pantalón corto, marrón, con elástico en la cintura. Una remera a rayas roja y azul y las Flecha, blancas como nuevas.

Tal vez mi papá me pase a buscar esta noche para ir a comer una pizza o unos sánguches en un lugar donde a él lo conocen y le hacen las papas fritas bien crocantes como me gustan a mí. Hablaremos de fútbol, de mi día en la playa, de mis perros que quedaron en Tandil, de cuando él era chico o de cuando hizo el servicio militar.

Pero ahora lo que siento es el aire que me calma las mejillas y siento la presencia del billete enrollado en el bolsillo de atrás del pantaloncito marrón.

De vez en cuando mi abuela me regala plata para comprarme un helado. No todos los días. Pero sí todos los días pasa el heladero por la puerta. Varias veces pasa con su bicicleta negra con la caja adelante. Yo lo escucho venir desde lejos, porque viene gritando ´hay palito, tacita, bombón heladoooooo…´.

Cuando pasa y me ve sentado en el paredoncito o corriendo por la vereda, me mira y después de dos o tres pedaleadas vuelve a gritar. Pero yo sólo tengo plata algunos días. No todos. Y lo veo irse.

Hoy mi abuela me dio plata. Pero a diferencia de otras veces, lo voy a esperar acá sentado. Casi siempre me voy hasta la esquina. O pego la vuelta a la manzana para ver si lo encuentro antes de que pase por la puerta. Y cuando lo encuentro, le digo ´una tacita´. Entonces, abre la caja y sale un humo raro que me enfría la nariz cuando intento ver lo que hay adentro. Después, me vuelvo con el helado en la mano, a comerlo sentado en el frente de la casa de mi abuela. A pensar en mis amigos de Tandil, en mi mamá que se quedó cuidando los perros.

Pero hoy voy a esperar al heladero. Tengo el billete enrollado en el bolsillo de atrás (de tanto en tanto, meto la mano y ahí está, apenas asomado) y tengo todo el tiempo del mundo para esperar.

Yo sé que va a venir, como todos los días. Cuando esté a dos o tres cuadras, voy a escuchar el ´hay palito, tacita, bombón heladoooooo…´. Y voy a seguir así, sentado, con la cara al viento que me calma el sol del día, con la bruma que viene de la costa, con el gusto salado de la piel, bajo el jabón y las olas dibujadas.

Lo voy a esperar y cuando pase frente a mí y me mire y esté a punto de dar esos dos o tres pedaleos que lo alejen, le voy a gritar ´¡heladero!’.

Hoy lo voy a esperar. Tengo todo el tiempo del mundo.

Yo sé que va a venir.

Y acá me ves. Esperando todavía aquel helado. El único.

De estos de ahora, no me gusta ninguno”.

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