Casi no voy ya a fiestas raras. Y no me pidan que defina fiestas raras porque no se entendería ni me entendería. Todos hemos asistido a algunas, solo que hay cierta clase de gente que no se da cuenta de que está en una fiesta rara. Y lo que es peor, tampoco se da cuenta que ha estado.

Básicamente podría definirse con una pregunta. Es cierto que nada se puede definir con una pregunta, pero sí una fiesta rara:

-¿Qué estoy haciendo yo acá?

Palabras más, palabras menos, en ese interrogante –dicho en voz alta o para uno mismo- está la confirmación.

No vale hacerse esa pregunta ni bien se llega al lugar; hay que darse el tiempo de contemplación. Puede ser que pasada media hora, uno ya esté bailando entre un grupo de desconocidos. Tampoco vale a eso de las seis de la mañana; a esa hora todas las preguntas nos pueden resultar trascendentales, pero son los efectos del alcohol.

La pregunta es toda una definición si se la formula a la hora y media de estar en el lugar. Para ese tiempo, uno ya hizo todo el circuito. En principio, recorrió la casa. Generalmente, las fiestas raras se dan en casas lindas, espaciosas, con decoración atrayente y detalles de muy buen gusto. Los ambientes suelen estar iluminados tenuemente, las bibliotecas son generosas, la música indescifrable y a un volumen aceptable está a cargo de un muchacho flaco con pinta de desprotegido, que no interactúa con nadie.

Hay, en algún rincón con sillones mullidos y almohadones de aguayo, un grupo de mujeres a cual de todas más linda que mezclan palabras en castellano con otras en búlgaro u otro idioma de Europa del Este. Hay muchos varones altos vestidos de manera elegantemente clásica o ataviados con ponchos. Siempre, pero siempre, hay un viejo conocido, alguien que supo ser nuestro amigo en la juventud, que nos saluda efusivamente y nos pregunta si ya conocimos a la dueña de casa.

-Vení que te la presento.

Camina dos pasos, se pone a hablar con otras personas y se olvida de nosotros. Está bastante drogado.

En el patio hay un gato sentado en el paredón, mirando para el otro lado y un perro perdicero que no para de dar vueltas y olfatea a cuanto persona se le cruza. No acepta mimos ni distracciones: solamente olfatea como si se le hubiera perdido algo. El dueño. O él mismo.

Y ahí, en el patio, sentado en una mecedora de mimbre junto a unos sillones de hierro, un hombre –puede que también sea una mujer-, tomando de un vaso largo un líquido ambarino. Algo nos dice que debemos sentarnos junto a él, a fumar el último cigarrillo y terminar el whisky que se aguó con el hielo.

-Esa planta de allá es un níspero. Usted es joven, pero cuando los de nuestra edad éramos chicos, en todos los patios había una planta de níspero. Nos gustaba por obligación, pero en realidad es bastante feo.

La conversación puede empezar así. O con un: “ya vio el grupo de mujeres que hablan en búlgaro. No les haga caso; nunca salieron de la provincia de Buenos Aires…”.

Pues bien, esa persona –ese hombre o esa mujer en la mecedora de mimbre- suele resultarnos irresistible. Tiene anécdotas atrapantes, relatos de viajes a ciudades que nunca escuchamos nombrar, citan a autores desconocidos y mienten con una solvencia que merece el mayor de los respetos.

Con ellos, la pregunta sobre el motivo de estar en esa fiesta, parece tener una respuesta que nos viene a la mente con la claridad enceguecedora de una torre de iluminación:

-El azar me puso acá para conocer a esta persona. Qué bueno que estoy acá.

Dicho esto, es el momento de irse lo más rápido posible.

Esas personas suelen no existir. Son el producto de nuestra imaginación en contextos extraños. A tal punto que la concurrencia a fiestas raras pasa a formar parte de nuestra única vida social. Vamos con la única intención de conocer personas interesantes. Pero que no existen.

Repito: yo ya no concurro a fiestas raras. Las últimas veces me tildaron de loco por andar hablando solo en los patios.

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