Ayer al mediodía iba en el auto con mi hijo bordeando el Lago, en dirección al centro de la ciudad. La niebla era tan densa que podía verse unos pocos metros, no más allá de la senda aeróbica y un poco más. Es decir, no se veía el Lago. En su lugar había una masa gris e informe.

-Mirá, parece que el Lago no está-, me dijo.

-Tremenda niebla.

-Sí. Te imaginás que mañana o después, cuando despeje, no esté más en serio.

-¿Y dónde habría ido a parar? ¿Qué habría ahí?

-No sé. Nada. Eso, nada. El fin del mundo.

-A ver si te entiendo, hijo: ¿el fin del mundo como una cuestión geográfica, es decir el mundo llegó hasta acá y luego está la nada misma o el fin del mundo como tiempo, que se nos está terminando?

“No sé”, me dijo. Y sé que se quedó pensando. Yo también.

Recordé los libros Ministerio de Invierno y La Pausa, de Juan Cruz Balián, y llegué a la conclusión, o mejor dicho, a la respuesta a la pregunta que le había hecho a mi hijo: el fin del mundo en términos geográficos y temporales pueden ser la misma cosa.

¿Qué pasaría si las condiciones climáticas –por ejemplo- obligaran a las poblaciones de determinadas zonas a abandonar sus casas y mudarse a otro lugar, más al norte, más benigno?

Los lugares abandonados ya no serían el mundo tal y cual lo conocemos. Habría una frontera medianamente definida que marcase el fin del mundo: “De aquí en adelante no es posible la vida humana. Usted morirá”, alertaría un cartel.

Y si a eso le agregásemos que el fenómeno climático fuera extendiéndose, tendríamos las dos cosas: un no lugar –ese desierto blanco y congelado avanzando paulatinamente- y un tiempo. Más tarde o más temprano, el mundo dejaría de ser apto para la vida humana. El fin.

Como sea, sé que hay regiones del mundo que están dejando de ser aptas para la vida humana. He leído sobre islas que están siendo devoradas por el crecimiento de los océanos, producto del calentamiento global.

Tandil no, claro. Lejos de ir retrocediendo en busca de lugares aptos para la población, se expande. Tanto que otros seres –animales, vegetales- son los que deben retroceder, dejar su hábitat y buscar lugares donde poder seguir siendo. Para esas vidas, el fin del mundo ya empezó. Es cuestión de tiempo para que llegue el día en que se vean cercadas, entre fronteras que alerten sobre la imposibilidad de vivir más allá de esa línea.

La pregunta se impone: ¿se puede aplicar un freno a la voracidad inmobiliaria que avanza sobre lugares únicos por sus características y biodiversidad?

La respuesta se asume como afirmativa, más aún habiendo otros lugares para seguir creciendo sin condenar a la extinción a otras formas de vida.

Porque así como ayer al mediodía la niebla nos impidió a mi hijo y a mí ver el lago, si hubiésemos dirigido la mirada hacia atrás, hacia enfrente, tampoco habríamos visto las sierras.

-Te imaginás que mañana o después, cuando despeje, no estén más en serio-, me habría preguntado.

-Sí –le respondería-. Es como si lo estuviera viendo.

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