Historias

Lo único que recordaba de Mar del Sud era su hotel. El emblemático Boulevard Atlántico; un gigante caído en desgracia casi desde su nacimiento, que fue acumulando historias de su pasado trágico y su presente ruinoso. En todas ellas, la muerte sobrevuela los relatos, como las palomas que ahora hacen nidos en los cielorrasos de lo que fueron sus ostentosas habitaciones.
Recordaba el hotel y la playa, como tantas otras de las pequeñas localidades de la Costa Atlántica: amplias, ventosas, solitarias a poco de alejarse del caserío y la bajada de la avenida principal.
Así y todo decidí ir a pasar el fin de semana allí. Quería mar, pero no quería mucha gente. O en todo caso, si me agarraba un ataque de consumismo, podía desandar los pocos kilómetros que hay entre Mar del Sud y Miramar.
Alquilé una cabaña por internet, sin fijarme demasiado. Porque este tipo de publicaciones son casi todas parecidas: cochera, parrilla, wifi, televisión por cable, a cien metros de la costa, etc. Tan parecidas son unas publicaciones a otras que lo de wifi lo debo haber leído en alguna otra página; cuando llegué a la cabaña le pregunté a la señora que me entregó las llaves cuál era la contraseña:
-No, acá no hay internet. El servicio es malísimo y lo tuvimos que sacar…
Fue la segunda cosa que me llamó la atención, dado que como al trabajo lo llevo conmigo vaya donde vaya, necesito estar conectado. Me encomendé a los “datos” de mi compañía telefónica (que sería algo así como encomendarme a un santo de tercera o cuarta categoría, cuya santidad no fue aprobada por El Vaticano).
Fue la segunda cosa que me llamó la atención, decía. La primera es que el complejo de cabañas está ubicado frente a uno de los laterales del edificio de lo que fue el Hotel Boulevard Atlántico. Y “mi” cabaña en particular –la que no tenía internet ni tampoco aire acondicionado, algo que debo haber leído vaya a saberse dónde-, daba justo enfrente. Podía ver las ventanas desvencijadas, con o sin postigos, de las habitaciones de la planta alta.
Y ese detalle me hizo atemperar la bronca por lo del wifi y el aire acondicionado (en el marco de un fin de semana con temperatura record histórica para la Costa Atlántica). Entre sofocarse en casa propia o sofocarse a cien metros del mar frente a un emblemático hotel cargado de anécdotas y misterios, quién dudaría.
Lo cierto es que al segundo día –luego de haber ido a la playa, de haber recorrido a pie casi todo Mar del Sud, de hablar con un artesano que me contó historias maravillosas y de haber ido tres o cuatro veces a la librería del lugar- me agarró el ataque de turista deseoso de consumo y amontonamiento y me fui a Miramar. Debido a un incendio en la zona de “El Vivero”, la ruta estaba cortada y debí tomar un camino alternativo. El denominado “Camino viejo”, que en síntesis es una serie ininterrumpida de pozos y huellones, sobre fino colchón de polvo y tierra, que me demandó 45 minutos a la ida y 40 a la vuelta, porque ya estaba un poco baqueano.
Llegué a Mar del Sud casi de noche, con carne y chorizo para hacerme un regio asado. Quince minutos más tarde se largó a llover. A diluviar, para alivio de todos los que aguardaban un respiro y, más aún de los bomberos de Miramar. Eso me puso contento y me hizo olvidar que la parrilla estaba afuera, a la intemperie (cosa que no estaba aclarada ni en esa ni en ninguna otra publicación). Salió asado al horno (eléctrico), con ensaladita.
Estiré la sobremesa leyendo el libro que me había comprado esa tarde y cuando el sueño empezó a ganarme la partida por insistencia, di los dos pasos que separaban la mesa de la cama (seguramente debo haber leído “amplias instalaciones”) y me dormí.
Un rato.
Me despertó un trueno que hizo temblar y parpadear el velador que había dejado prendido. 2:23 de la madrugada y yo estaba más fresquito que la lechuga que había cenado un par de horas antes.
Me tomé venganza y encendí un cigarrillo, contrariando lo que seguramente también había leído en esa u otra publicación: “prohibido fumar dentro de la cabaña”. Eso sí, lo hice apoyado en la ventana que daba a la calle, que abrí de par en par, mientras algunas gotas terminaban de despertarme.
Frente a mí, el viejo hotel. El de las mil historias de muertes, de fantasmas, de aparecidos. En un contexto de tormentas y rayos.
Hasta la mitad del cigarrillo, me dije que estaba viviendo una circunstancia digna de un gran relato. Durante buena parte de la segunda mitad, me asaltó esa característica que me define desde mi más tierna infancia: miedoso (aunque cuando me hablo me lo digo de otra manera). Pero no podía sacarle los ojos de encima al hotel, a su fachada ruinosa, a sus postigos desvencijados, a las ventanas abiertas donde los rayos dibujaban luces y sombras fugaces. Hasta que ocurrió lo que no debió ocurrir: se prendió la luz de una de las habitaciones cerrada con postigos. No sé si fue un cortocircuito o –cosa que no averigüé ni lo haré jamás- hay personal de vigilancia a la noche recorriendo el hotel.
“Suficiente”, me dije y arrojé lo que quedaba del cigarrillo a la vereda. Cerré mi ventana, caminé otros dos o tres pasos hasta llegar a la cama y me tapé hasta la cabeza.
Por suerte –para mí y para el ventilador extenuado- ya había refrescado.