No me dio tiempo de hablarle. Y en caso de que sí me lo hubiera dado tal vez me animaba a decirle:

-Mire, mi amigo. Si alguna vez a usted lo trataron de inmaduro han cometido una injusticia. Usted es un infantil, que no es lo mismo. Cuente conmigo para este y otro tipo de aventuras.

Algunos metros antes, los dos habíamos llegado a la esquina casi en el mismo momento, sin percatarnos de la presencia del otro. Ambos caminando y ambos paramos antes de bajar a la calle. Sólo que él -un tipo de mediana edad, pinta de oficinista, si es que acaso eso todavía sigue siendo una definición- pensó que la mujer que venía en auto e intentaba doblar iba a frenar. Yo había preferido la cautela; él, no. Y la mujer no frenó sino hasta que casi lo toca con la trompa de su auto.

Pensé que la situación iba a derivar en algún insulto, por parte del hombre -con cierta razón, dada la prioridad de los peatones- o por parte de la mujer -sin cierta razón, dada los privilegios que asumimos cuando nos creemos apurados-.

Sin embargo, el tipo hizo un gesto ampuloso, de exagerado terror: se llevó las manos a la boca como ahogando un grito ante la inminencia de ser arrollado por el vehículo.

Luego le dedicó una sonrisa amplia y sincera a la mujer que iba al volante, que no tuvo más remedio que sonreír también. O más que eso: se rió honestamente.

Nos reímos los tres, ya que a mí también me causó mucha gracia la situación casi disparatada. Porque al fin y al cabo, también soy un infantil.

Aprovechando el envión con el que venía, el hombre apuró el paso y al cabo de una cuadra lo perdí de vista, sin decirle lo que estaba pensando.

Hay personas que van por la vida disfrutándola a cada paso.

Sibaritas de lo sencillo, de lo cotidiano, si vale la contradicción.

Se los distingue con cierta facilidad, sólo hay que ir prestando atención a esos pequeños gestos que definen no sé si una personalidad, pero al menos una manera de andar por la vida. Una manera infantil.

He visto personas que se detienen a saludar -cuando no, a hablar- con un perro que está sentado en un zaguán; le sonríen, cruzan -yo quiero creer que cruzan- dos o tres palabras y retoman la marcha con una sonrisa.

También he presenciado crímenes silenciosos; hombres -por lo general son hombres- que acusan la herida de bala cuando desde un auto un niño les dispara con un arma imaginaria o de juguete. Llevan las dos manos a la panza y hacen gestos agónicos, mientras el niño agradece la complicidad con una carcajada.

En ese rubro, también están los que devuelven una burla, con lengua afuera y pito catalán incluidos.

He visto damas y caballeros que detienen abruptamente sus pasos para mirar con detenimiento esas plantas silvestres -por lo general, conejitos- que crecen cada vez con menos frecuencia sobre los paredones o en las grietas de los muros. O que aminoran la marcha para aspirar generosamente el aroma de un jazmín en flor.

Los he visto correr carreras imaginarias con el que va adelante, darse vuelta al escuchar el canto de un pájaro, patear un cascote y festejar el gol en un arco imaginario. Los he visto levantar ramitas con formas raras, saludar a un pibe o un viejo que están sentados en un banco de plaza, detenerse respetuosamente a escuchar al músico callejero, felicitar con pulgar arriba al laburante que hace malabares en la esquina.

Mujeres y hombres que tienen claro aquello que disfrutar el camino te lleva más lejos. Un secreto que traemos de cuando éramos niños, aunque todavía no lo sabíamos. Y con el tiempo, hemos madurado y perdido.

Salvo los infantiles, claro.

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