Hay edades que resultan incómodas. El muchacho, que posiblemente se llame Joaquín, tiene esa edad, pero sobre todo esa incomodidad. Que aunque aún no lo sepa, no se le pasará con el transcurso de los años.

Sólo se sentirá a gusto en algún momento, un solo momento en el que estará cómodo con su edad. Con su tiempo. Como los relojes que no funcionan y que solamente dos veces al día dan la hora exacta. Apenas un segundo, pero la dan. En su caso, será solo una vez.

Pero todavía no lo sabe. Cree que cuando sea grande va a poder sentirse cronológicamente armónico con el mundo que lo rodea.

Por ahora es chico, lo sabe Joaquín. Desde la primaria, lo sabe, porque le costaba hacer amigos. Los juegos de sus compañeros –sobre todo el fútbol- le resultaban estúpidos y casi viceversa, porque a sus compañeros el que les resultaba algo estúpido era él.

Ahora que ya pasó los veinte hace un buen tiempo, tampoco encaja generacionalmente. Busca entre los mayores algún tipo de aceptación. Con la misma suerte que son sus pares.

Por eso se ha venido refugiando en la lectura desde que aprendió a dilucidar el misterio de las palabras. Ahí encontró un mundo que lo acepta y con el que se entretiene. Y si no, si por alguna razón no se siente a gusto, cierra ese libro y va en busca de otro.

Así de fácil.

Así de difícil, vivir en la ficción. O en la poesía.

Por cada cosa que le sucede, de la más intrascendente a la menos (su vida es bastante monótona, lo reconoce), encuentra un parecido o una comparación con algo que leyó.

Les presta atención a esos detalles. Tanto que hasta a veces los provoca. Como pequeñísimas profecías autocumplidas.

Como todo buen lector, sabe que todavía no es su tiempo de escribir. Que aún le falta mucho por aprender, leyendo. Si ese día llega, será el único instante en que el tiempo real y el tiempo detenido del reloj descompuesto se hagan uno solo. Será el momento de su vida.

Por eso anota frases, imágenes, ideas en una liberta anillada que lleva siempre consigo.

Lo llevaba esa noche cuando a la salida de un ciclo de poesía leída la encontró a ella en la vereda.

Se miraron incómodamente y por primera vez en su vida, él actuó como hubiera actuado Hemingway. Arrancó una hoja de la libreta y con trazo apurado, garabateó

-Mañana a las diez y media voy a estar en el bar enfrente de la plaza. Soy Joaquín (si es que acaso se llamara así).

Ella, con el papel doblado desprolijamente en la mano, lo vio irse. Y al otro día lo vio sentado en el bar de enfrente de la plaza.

Él acababa de anotar una frase en sus renglones de inspiraciones cuando ella le dijo ´soy Inés´.

-Hola Inés, desde hace un rato estoy mirando hacia afuera para ver si te veía venir. Pero también miraba por el espejo que está en esa pared, que refleja exactamente lo mismo, pero invertido. En un momento pensé que ibas a venir desde el espejo, pero no desde la vida real. ¿Qué loco, no?

-No. No es tan loco. Wang - Tou alguna vez pensó algo parecido. Y lo escribió en un cuento maravilloso. ¿Te gusta la literatura china del siglo VI?

En ese momento, el reloj detenido dio la hora exacta. Por primera vez.

Quizás también por última.

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Joaquín, en su hora