¿Qué le estamos pidiendo a un profesional del fútbol, se llame Sergio Romero o Diego Armando Maradona?

1- ¿Que desacelere sus pulsaciones de 200 a 20 en diez segundos al finalizar el partido?

2- ¿Que ponga la otra mejilla?

3- ¿Que no le importe nada?

Si la respuesta al múltiple choice es la 1, que busquen a un moribundo.

Si es la 2, que juegue un cura o mejor aún, un santo.

Y si es la 3, que pongan a un robot.

¿Atajó mal Romero? Sí. ¿Viene atajando mal? Puede ser.

Ahora, ¿eso justifica que un hincha descontento lo insulte de arriba abajo a la salida del campo de juego? No.

¿Hizo bien Romero en prenderse?

Tampoco.

Pero resulta que en esto del “profesionalismo” y lo políticamente correcto, el que tiene que pedir disculpas al hincha es el arquero. ¿Disculpas por qué? ¿Por no haberse dejado insultar? El pedido de disculpas supone un arrepentimiento. O sea, Romero se arrepintió de haber insultado al tipo que lo insultó. Con lo cual, la próxima vale decirle lo primero que se nos viene a la cabeza, porque como profesional que es no va a responder, va a hacer de cuenta que no escuchó, que los insultos (que pueden estar dirigidos a su esposa, a sus hijas, a su madre) no lo afectan o que insultarlo es parte del “folklore del fútbol argentino”.

¿Y al hincha qué sanción le cabe? Ninguna, porque está “enojado” con el resultado y con la actuación del arquero de su equipo.

Basta de justificar la violencia. El energúmeno que lo insultó no debería entrar a un estadio por dos fechas como mínimo, como el arquero.

Una cosa es que yo o cualquiera nos enojemos con Romero porque se comió un gol, con Paul porque erró un pase o con Merentiel, que marró un penal. Y vamos a mirar la pantalla del televisor y proferirles –posiblemente- unos cuantos insultos. Pero se los decimos a la pantalla, ni Romero ni Fernández ni Merentiel nos van a escuchar. Si los tuviéramos cara a cara no los insultaríamos. De eso se trata vivir en sociedad. Y hasta donde uno entiende, un estadio no es una comarca refractaria a toda norma social o jurídica.

Todos tenemos una corteza orbitofrontal. Es la que desempeña un papel importante en la modulación del comportamiento motivacional, emocional y social.

Pues bien, por estos tiempos parece haber una epidemia que afecta esa parte del cerebro: la inhabilita, la suspende, la detona. Es decir, cada vez más gente anda por la vida, por las calles, por los estadios “sin filtro”, agrediendo y violentando al otro, por alguna razón o por ninguna.

Pero no es mi intención en esta columna irme más allá de los límites de una cancha de fútbol.

Hace unos días, el dirigente de un club que participa del torneo local y además es integrante de la conducción de la Liga Tandilense de Fútbol, insultó a la terna arbitral encabezada por una mujer. Su caso fue tratado en el seno de la comisión directiva y a manera de “castigo” se aceptó su pedido de disculpas.

Ejemplificador.

Afortunadamente, y a pesar de haberse quejado por los insultos recibidos (y no dejarlos pasar por alto, como profesionales que son), los árbitros no fueron sancionados.

El “siga siga” a la violencia en el fútbol (¿sólo en el fútbol?) está cada vez más vigente.

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La corteza orbitofrontal y el siga siga