La hora adecuada

Por lo general, en las tardecitas de días feriados soy la canción de Sumo: “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya…”.
Entonces me acuerdo una de las enseñanzas de mi mamá –que no apuntaban a ese tipo de insatisfacciones difíciles de desentrañar sino más bien a cuestiones concretas que me perturbaban, como la pelea con un amigo, la pérdida de un juguete, el miedo de no saber si al otro día me iba a ir bien en la prueba-. Decía mi vieja: “andá a la cama y tratá de dormir. Mañana vas a ver las cosas de otra manera…”.
Medianamente funcionaba.
Pero ahora era tardecita en serio: tipo siete. Y si me iba a dormir a esa hora, era altamente probable que a la una de la mañana estuviera despierto y fresquito, con toda una noche por delante. Y también con altas chances de seguir sin saber qué, pero quererlo ya. Con el agravante de que vivo lejos y a esa hora está todo cerrado.
Hay lugares –y la satisfacción lo es- a los que se llega por la negativa: “¿Viste que por la esquina pasa el colectivo? Bueno, no lo tomes. Seguí caminando varias cuadras y te vas a encontrar con un cartel que dice ´doblar a la derecha´: agarrá para la izquierda…”. Y así se llega.
Entonces me pregunté qué era lo que no quería hacer: estar con gente, escribir, mirar tele, ver una película, hacerme de comer, ordenar los papeles importantes desparramados en mi escritorio, terminar de leer el libro.
Me centré en este último punto: ¿por qué no quería terminarlo? Por lo de siempre: independientemente de la trama o del autor, si llegué hasta el final es porque algo me gustó. Y terminarlo significa no poder seguir disfrutando de su lectura (“definime ansiedad, a ver…”, me dije).
Era por ahí, sin duda. El panorama comenzaba a despejarse: la antinoche para todo muchacho que quiere exprimir la vida hasta la última gota.
Si la vamos a hacer, hagámosla bien.
Me gusta la pizza fría (no solo para el desayuno con mate), pero en las pizzerías no las venden en esas condiciones.
-Pizzería, buenas noches.
-¿Te puedo encargar una de muzzarela, jamón, morrones y aceitunas?
-Sí, es un poco temprano. Pero en 45 minutos va a estar. ¿Dónde se la envío?
-La paso a buscar. 45 minutos me dijiste…
-Sí.
-Listo, gracias. Por favor, que la corten en 16 porciones.
Recordé que había un vino abierto en la heladera. No sé desde cuándo. Lo probé: ideal, en cantidad y calidad (escasas, ambas) para una noche sin pretensiones.
Preparé todo y una hora más tarde de hacer el pedido, fui a la pizzería.
-Acá está su pedido. Se debe haber enfriado. ¿Quiere que se la calentemos?
-No, gracias. Le doy un golpe de horno.
Cuando volví a casa, lo único que tuve que hacer fue abrir la caja, apoyarla sobre uno de los costados de la mesa ratona junto a la copa de vino ya servida, sentarme en el sillón, apoyar los pies en la mesa, servirme una porción maniobrable para una sola mano y abrir el libro en la página señalada.
-Salud-, me dije.
Una hora más tarde, quedaban cuatro miniporciones, la botella vacía y el libro cerrado posiblemente para siempre. Y esa sensación de lo que se ha terminado. Ya no era la ansiedad del no saber lo que se quiere. Era algo parecido a empezar a extrañar lo que en ese momento empezaba a despedirse.
Recordé a mi mamá.
Era la hora adecuada.