La vida en sociedad tiene reglas no escritas. Y son las que se deben cumplir a rajatabla. Porque, justamente, no se puede apelar a las sanciones fijadas en un código, una ley o una ordenanza en caso de ser incumplidas.

Diré más: las reglas no escritas son muchos más importantes que las otras. Robar, se sabe que no se puede; al que roba, si lo pescan, le arman una causa penal. Ahora bien, estar en un ascensor a punto de apretar el botón del piso al que se va y justo sube otra persona, es regla no escrita preguntar:

-¿A qué piso vas?

En caso de no hacerlo, la persona que llegó en segundo término no puede recurrir a ningún tipo de reglamento ni ley ni nada. Le podrá decir algo, protestarle, ponerle cara fea. Pero no mucho más que eso. Es decir, se sentirá víctima de un acto de impunidad. La cara más fea de este mundo en el que nos tocó vivir.

Así me sentí.

Llegué a una panadería que suele estar muy concurrida, de manera que a la entrada está el cartelito: “Saque número” con su correspondiente expendedor.

Pero como había un solo cliente, al que ya estaban atendiendo, creí innecesario cumplir con tal requisitoria.

Pero el señor que estaba siendo atendido venía un poco dubitativo con las facturas que quería llevar en la docena. La demora fue tal que ingresó un tercer cliente, que como vio que ya había dos que lo precedían sí sacó su número, luego de lo cual se puso a mandar un mensaje por celular.

-¿Estas tienen dulce de leche?, seguía preguntando el primer cliente –que iba recién por la factura número ocho-, cuando no solo entró una persona más, sino dos, que por supuesto sacaron un número cada una.

Reconozco que una vez más mi timidez –que en casos como estos raya con la imbecilidad- me jugó una mala pasada. Era el momento de advertirle a la chica que estaba atendiendo que quien le seguía al indeciso era yo. Hacérselo saber de alguna manera; a ella y también a los otros tres.

Lo hice, sí. Pero no ostensiblemente; es decir, me quedé a mitad de camino. Tendría que haber gritado –sí, gritado- que no había sacado número porque pensé que me iban a atender enseguida.

En lugar de eso, esbocé una excusa casi afónica, entre dientes. Un ´uy, voy a tener que sacar número…´, que no escuchó nadie. O mejor dicho, sí: la segunda persona que entró detrás de mí lo escuchó. El primero no, porque seguía mandando mensajes. El tipo no estaba enterado de lo que pasaba a su alrededor; lo único que lo iba a sacar del whatsapp era el llamado: “¡15!” (porque el tipo tenía el 15, lo supe después). Era él quien debía aclarar las cosas al escuchar su turno. Decir ´sí, acá. Pero el señor estaba antes que yo…´. O en ese preciso momento –en el que yo me encaminaba para el expendedor de números- darme el suyo.

Pero como estaba distraído, quien debió poner las cosas en su justo lugar era el 16. Porque ese sí me había escuchado. No iba a pretender que lo hiciera el 17 –que era una mujer-, no solo porque no me escuchó, sino porque no tenía idea de cuál era el panorama cuando ingresó a la panadería: entró, vio que había cuatro antes que ella y sacó número. Sin individualizar a los otros; mucho menos a mí, que no tenía el número en la mano. Nadie se fija esas cosas cuando entra a un comercio en el que hay un cartel que dice “Saque número”. Se da por sobreentendido que ya todos lo tienen.

Así las cosas, le eché una miradita no muy penetrante al 16, que me respondió –también con una mirada superficial- que él no podía hacer nada. Me dijo algo así como:

-Mire, señor, yo entiendo todo lo que está pasando acá, pero no puedo hacer nada. Quien debe ordenar esta situación es la señorita que está atendiendo o bien el señor del 15. Yo le podría dar mi número, pero en ese caso estaría perdiendo no un turno sino dos. Es más, tres porque está entrando una señora que acaba de sacar el número 18. Yo que usted, me apuro.

-¿Torta negra no te quedaron, no?-, seguía preguntando el primero, es decir el 14, ante el fastidio de la chica que lo atendía.

Miré a la señora 17, que prontamente me esquivó la mirada. Y a la 18 que lejos de sentirse intimidada me saludó cordial aunque seguramente confundida:

-Hola, cómo le va.

-Bien-, le dije mientras sacaba el 19 y comenzaba a pensar que estos actos de injusticias no se pueden judicializar pero al menos merecen una columna.

Por fin, el de la docena de facturas completó las doce. Pagó y se fue. La chica se dirigió hacia el pincho que estaba sobre el mostrador, en el que el último número ensartado era el 14.

-Creo que estaba el señor –dijo, dirigiéndose al grupo en general. Luego me miró-. Usted no sacó número, ¿verdad?

-No, pero puedo…

-¿Qué va a llevar?

La justicia llegó en el momento justo. Allí, cuando el mundo estaba por desmoronarse una vez, cuando las fuerzas del mal se disponían al festejo, cuando el capitalismo salvaje, la meritocracia, el individualismo y el sálvese quien pueda iban a volver a salirse con la suya, la joven empleada de una panadería no dudó en erigirse como paladina del bien y el orden.

Quizás sea esa la proporción en este mundo cruel: por cada víctima hay un desentendido, un descomprometido, uno que no entiende nada, otro que está confundido y uno solo dispuesto a hacer justicia. Y un desconsiderado que generó el despelote, se fue y nunca se enteró.

Me retiré con mi bolsita de medio kilo de miñones bajo el brazo. En ese momento sentí “15” a mis espaldas y recién el aludido sacó la vista de su celular; el 16 me miró avergonzado; la 17 volvió a esquivarme la mirada y la 18 confirmó que me estaba confundiendo con otro:

-Adiós, Enrique. Saludos a su esposa.

-Gracias, serán dados.

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La proporción de la justicia