Tengo una alarma puesta a las 6 y otra 6:15. Ambas son “inhumanas”; nadie debería levantarse antes de las 9; el mundo debería comenzar a funcionar a las 10 y seríamos todos un poco más felices.

Pero no. A alguien se le ocurrió comenzar la jornada escolar o laboral a las 7 o 7:30. Alguien que estoy seguro se levanta después de las 9.

Pues bien. Cuando le hago caso a la primera de las alarmas puede decirse que empiezo el día de manera normal. Cuando la apago, sigo durmiendo y me levanto a la segunda, la jornada está perdida.

Son 15 minutos que determinan mi existencia. ¿Por qué? Porque necesito ese período de tiempo de “adaptación” a la vida. Por ejemplo, responder las tres o cuatro preguntas fundamentales de mi vida: ¿quién soy? ¿dónde estoy? ¿qué hago tan temprano levantado? ¿a qué me dedico? ¿vivo solo?

Luego de ello, y ya con el mate preparado, lectura de mensajes y mails que llegaron cuando estaba dormido; portales de noticias, redes sociales. Para entonces, ya está levantado mi hijo, que por suerte también tiene que tomarse esos diez o quince minutos para responderse sus interrogantes existenciales. Es decir, no habla. No hablamos.

Cuando comienzo la jornada con esos 15 minutos de retraso entro en ese estado infernal dado en llamarse “apurado”.

No me gusto cuando estoy apurado. No sé si el apuro es un problema en sí mismo, pero es una circunstancia que -al menos en mí y no creo ser el único- provoca situaciones que desagradan. Me desagrado.

Bañarme contrarreloj es una tortura. Porque no hay tiempo para esperar a que el agua caliente se digne a llegar a la ducha y entonces encaro en frío. Y después ya no hay forma de encontrarle el punto justo a la temperatura ni de proseguir los pasos adecuados de la rutina del baño. Todo junto, jabón, shampú, dentífrico, crema de enjuague, enjuague, secado. Algo, necesariamente saldrá mal. Y ni hablar de vestirse: ropa incombinable, una media de cada color, una remera descocida que me obligará a pasar la mañana con el suéter puesto aún con 30 grados.

El apuro es tirano.

Así las cosas, me invade el malhumor, la intolerancia, la irritabilidad y su consecuencia: la insolencia. El apuro aflora lo peor de mí. Las cosas que les he dicho a semáforos en rojo harían sonrojar a un barrabrava.

Y eso, con un objeto inanimado; con el resto -llámese automovilista, peatón, perro o cualquier otro ser que ose cruzarse en mi camino- tomo la precaución de no insultar, al menos a viva voz. Pero me doy miedo por las cosas que pienso.

Y porque soy así, no puedo dejar de proyectar; tengo una probada capacidad para detectar apurados. Los veo en la calle, con su rictus tenso, la mirada inquieta, el paso avasallante, el bocinazo. Y no es necesario conducir un auto para andar a los bocinazos; hay personas que dicen permiso como si apretaran la bocina. El permiso no es un acto unidireccional, es una fórmula que requiere de una respuesta. Se pide y se otorga. El que dice "a ver... permiso" y empuja escaleras abajo a una señora mayor, se cree impune.

Y en gran parte lo logra. El apurado generalmente sale airoso de sus desmanes. No sólo eso: se beneficia. Tanto así, que sin estar en apuros, hay algunos que andan por la vida haciéndose los apurados. Porque les va bien. Se cuelan en las filas, se toman el taxi que llamó otro, se ubican en la mejor butaca del cine, consiguen lugar para estacionar, salen antes al recreo. Primerean.

Afortunadamente, existen disciplinas que hacen justicia con los apurados. Es más, el acto lleva consigo su castigo. "En el pecado está la penitencia" diría un cura que tuve en la primaria.

En el amor, en el sexo y en fútbol el apuro se paga caro.

Y en mi caso, tan solo 15 minutos pueden hacer la diferencia entre el infierno y el paraíso.

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La tiranía del apuro