Las furias

Lo primero que sintió fueron los lamentos del Alejo, el perro. No eran ladridos ni gritos; eran esos quejidos de los perros que les salen sin abrir la boca. Con el hocico apretado, se quejaba fuerte el Alejo.
Y eso fue lo primero que escuchó Juana, mi abuela. Supo entonces que se venía la lluvia, que iba a ser fuerte, con viento y con rayos. Una cosa era buena: las plantas lo iban a agradecer. No es la misma el agua de la lluvia que la que bombea el motor. Las plantas sabían y Juana también. Por eso se seguía lavando el pelo con agua llovida; ahí cerquita del tanque hasta donde bajaba el caño de las canaletas. En la pileta de cemento se lavaba Juana el pelo gris, como el cielo de la tarde.
Y supo también que debía salir a juntar la ropa que había colgado cuando la sombra del sauce envolvió al cordel. Debía estar húmeda todavía. Debía soltar al Alejo.
Grandote y desorejado el Alejo. No le tenía miedo a nada. Salvo a mi abuela y a las tormentas.
Juana lo soltaba dos veces al día. Apenas se levantaba, a eso de las seis, y a la tarde, cuando cerraba los postigos de la pieza de adelante. Las chances de que el perro le viniera con un gato entre las fauces a ofrendárselo a sus pies eran menores que si lo dejaba suelto todo el día. Como los primeros días.
De chiquito tuvo esa mala costumbre. Mi abuela debió lidiar con las quejas de los vecinos aquellas veces, cuando era cachorro. En cuestión de meses no dejó ni un gato en la cuadra. No los despanzurraba, apenas si los mordía. Ni bien los tenía en la boca les daba unos cuantos sacudones como si fueran una pantufla. “Les quiebra el espinazo, pobres bichos…”, se lamentaba mi abuela. Luego del crimen, los traía y se los dejaba a Juana en el umbral de la puerta. Y esperaba la recompensa, el Alejo.
Ni a palazos entendió que no debía matar gatos. Pero sí supo que esa mujer era más brava que él. Por eso aceptó sin gruñir la condena fue vivir atado, salvo dos veces por día. O cuando había tormenta, que se desesperaba tanto que Juana temía que se ahorcara con su propio collar. Entonces, le desprendía el gancho de la cadena. Y el Alejo salía corriendo para el baldío de al lado. A lo mejor se refugiaba en algún pozo o se había hecho una guarida entre los escombros que aparecieron una mañana y se quedaron para siempre.
Cuando lo soltó, recién comenzaron a escucharse los primeros truenos; la mitad del cielo de un gris que ya era más oscuro que el pelo de Juana se devoraba la parte iluminada.
Fue un tronar largo, profundo, sin estridencias. Juana supo que iba a llover fuerte. Que debía llevar los baldes para la pieza de adelante y la del medio, por las goteras que seguían ahí desde hacía años y que ninguno de sus dos hijos varones le arreglaban, a pesar de las promesas.
Entró con la ropa todavía húmeda sobre su brazo derecho. La extendió sobre las sillas de la cocina. Buscó una manta y tapó el espejo grande del living. Lo hacía siempre. Desde cuando chica, en la casa principal de la estancia donde la criaron; un rayó que venía viboreando sobre el alambre entró por una ventana y estalló contra el espejo biselado e inmenso. Las desgracias en esa casa duraron más de siete años. Cuando ella se fue una tarde, de la mano de quien iba a ser el padre de sus diez hijos, las muertes en esa familia continuaron, inexplicables, monótonas o impetuosas. Desde ese entonces, cubrió los espejos durante las tormentas. Y solo debió llorar un solo angelito.
Recién entonces, cuando la manta de bordes deshilachados cegó el espejo, abrió la puerta que daba al jardín, se apoyó contra el marco (para darle tregua a la cadera izquierda, que más dolía con la humedad) y miró la calle. Detrás de la cortina gris del aguacero se veían las casas de enfrente y al fondo la cúpula del Instituto Unzué que estaba tres cuadras más allá. En la punta había un pararrayo.
Entonces se quedó mirando, tranquila.
Pensando, tal vez, en las caprichosas furias de la naturaleza.