Las miradas

No recuerdo qué ocasional amigo o cuál de esos personajes que supo convidarme la noche en los bares me repitió –y si digo me repitió es porque lo hizo al menos de tres o cuatro veces- el tramo a mi entender crucial del cuento “El hombre muerto”, de Horacio Quiroga. Esa parte que yo ya había leído y me había parecido fantástica, pero a mi ocasional amigo o personaje de la noche lo había maravillado aún más. Tanto como para repetirla en una noche cualquiera, a la altura en que la borrachera despunta la fanfarronería y enfila a los tropezones para los senderos de la literatura.
-Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo…
Una. Dos. Tres veces. Me recitó. Hasta que por fin cerró con un “¿entendés?”.
Yo lo venía entendiendo desde el secundario, cuando en una clase de Literatura el profesor nos había leído ese cuento, se detuvo en esa frase y nos dijo algo así como que se trataba de un recurso llamado elipsis o quizás una lítote (y la duda no era del profesor en aquel momento sino mía, desde aquel momento). Es decir, afirmar algo por la negación.
Luego el cuento se centra en los pensamientos de ese hombre que sabe que va a morir. En las últimas imágenes que llegan a su mente.
Quiroga tuvo desde siempre una extraña cercanía con la muerte. Ya lo hemos contado. Y lo ha contado él –con esa manera de contar que abrió una senda en la literatura nacional-, en este y otros relatos.
Hacia fines de 1936 decidió dejar nuevamente su finca en Misiones para bajar a Buenos Aires. Los dolores de una enfermedad que lo tenían a maltraer lo hicieron abandonar aquel paraíso que él mismo se había procurado en la selva.
Los médicos que lo atendieron en el Hospital de Clínicas le dieron la mitad de las malas noticias: tenía cáncer, le dijeron. Era terminal, omitieron.
A la espera de una operación, quedó internado en ese centro asistencial. Casi en calidad de huésped, pues le permitían salidas diarias y otras prerrogativas.
Pasaron algunos meses, la operación no se llevaba a cabo y los tratamientos no daban resultado. Los dolores eran apenas mitigados por los calmantes.
En una de las recorridas por el Hospital, Quiroga llegó hasta el sótano y escuchó unos lamentos detrás de la puerta de una habitación. Preguntó a las mucamas quién estaba ahí y le confesaron que se trataba de un paciente con Síndrome de Proteo. Era nuestro “hombre elefante”, al igual que el inglés Joseph Merrick. Sin embargo, aquel debió pasar por la tortura de ser expuesto en ferias y circos, como un fenómeno de la naturaleza. A Vicente Batistessa lo habían condenado a vivir encerrado, para no asustar a la gente. Sutiles diferencias entre la Inglaterra victoriana y la Argentina de la década infame.
Como sea, Quiroga tomó contacto con el desdichado Batistessa y al cabo de unas semanas exigió a las autoridades del hospital que lo trasladaran a su habitación.
Surgió una particularidad amistad entre un hombre que sabía que iba a morir y otro que prefería no haber nacido. El escritor le leía cuentos de Edgar Alan Poe y algunos de su autoría. Todos tenían como protagonistas a seres más desdichados que Batistessa. Este había encontrado al fin un ser que no solo no sentía miedo al mirarlo sino que lo consideraba su amigo.
Por eso no pudo negarse al pedido de Quiroga.
Decidido a no prolongar su dolorosa agonía, el autor de “Cuentos de la selva” había elegido ponerle él mismo fin a su vida. Se procuró una dosis de cianuro y una botella de whisky.
Pero no quería morir solo. El hombre que había estado tantas veces cara a cara con la muerte, no se animaba a esperarla en soledad. Por eso le pidió a Batistessa que estuviera allí, luego de tomarse el cianuro con el último trago de whisky.
Primero se hundió en un sueño denso y profundo. Los dolores insoportables del veneno lo despertaron. Allí encontró junto a su cama, la mirada celeste, piadosa y leal de su último amigo.
Parafraseando el tramo de su propio cuento –aquel que un borracho me recitó tres o cuatro veces una misma madrugada-, mientras moría, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no estar viendo la fría y definitiva mirada de la muerte…