Por Marcos Gonzalez

(marcosggonza@gmail.com)

A medida que uno se va alejando del mediodía y del centro de la ciudad y sobre todo un domingo, entra en comarcas que son propiedad de la siesta. Que, evidentemente, no contempla cuestiones horarias sino también geográficas. Por cierto, cada vez más condenada a la periferia.

Todavía existen rincones de la ciudad en donde a los chicos se los recluye a esa hora en la que los grandes caen vencidos por el letargo.

En mi infancia, la siesta era más abarcativa. Y de esas horas me vienen las primeras referencias de duendes y otros seres más misteriosos que malignos.

Creo que fue mi abuela la que me dijo sin eufemismos que si andaba por el patio a la siesta me iba a encontrar con algún duende.

Yo no tendría mucho más de cinco años y hasta ese momento tenía que dormir la siesta porque sí nomás. Porque todo a esa edad y por aquellos años venía sin mayores explicaciones: no se juega con la comida, se saluda con un beso a las tías viejas, no se les contesta a los padres, se apaga la luz para dormir y se duerme la siesta. Porque sí.

La casa de mi abuela tenía un patio enorme, con un sauce al medio y una higuera gigante al fondo. Un lugar más propicio para las apariciones que los cada vez más mínimos patios de ahora.

Mi vieja trabajaba, así que desde la mañana me cuidaba mi abuela. Cuando terminábamos de comer, llegaba la orden:

-A dormir la siesta.

-No abuela, te juro que si me dejás yo no hago ruido.

-No, mi hijito. Si usted anda afuera a la hora de la siesta se va a encontrar con un duende.

No me dijo que el duende me iba a pegar o a robar o a asustar. Nada de eso. La sola mención de un encuentro con él era suficiente motivo para no salir al patio.

Al año siguiente la obligación de la siesta no fue tan estricta y para el otro ni siquiera llegaba a manera de sugerencia.

La siesta era, entonces, un terreno solitario para recorrer con la única condición de hacer silencio. Algo así como dos horas de cierta soledad y concentración. Y libertad.

En tales circunstancias investigué con minuciosidad el ordenado tránsito de hormigas, recorrí el planeo silencioso de pájaros que hoy desconozco. Vi cómo las sombras crecen y cómo cambian de perfume los yuyos.

De esas tardes boca arriba mirando el cielo conservo pensamientos que de tanto en tanto retomo.

Y cada una de esas cosas que hice y que vi, que pensé y sentí, estuvieron acompañadas por una sensación de no estar del todo solo. Nada en particular para confirmar lo contrario; apenas minúsculos ruidos de hojas secas, de ramitas que se quiebran, brisas como suspiros que me subían por las mangas y me recorrían los hombros. He oído algunas palabras a medio decir entre los vaivenes suaves de la higuera. He visto miradas entre los ligustros que apenas duraban lo que los ojos cerrados en un parpadeo.

Sin haberlo aprendido, sabía que no debía sobresaltarme ni girar la cabeza bruscamente ni agitar las manos. Sabía, sobre todo, que no debía ir ahí de donde venían los ruidos o las miradas o los suspiros.

Como alguna vez dijo Borges en un poema, la siesta es esa hora sin metáforas, donde uno se disgrega y pierde.

Yo me dejé perder en esas tardes, sabiendo que nunca estuve solo.

Creo, en definitiva, que aquellos duendes que vigilaron mis siestas tampoco me tuvieron miedo. Ellos hablarán de mí, en otras noches, como yo lo hago ahora, en este atardecer donde valen las metáforas.

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