A veces me veo tentado de hacer un experimento sobre el humor y las nuevas generaciones.

Consistiría en proponerle a mi hijo ver una película de El Gordo y el Flaco. Lo ideal sería en el cine; ya se sabe que una película que se ve fuera de una sala cinematográfica es como un partido de fútbol visto por televisión. Como esa posibilidad me está vedada, me queda buscar algunos de sus mejores films en internet, preparar el living de casa y sentarnos al sillón.

No lo voy a hacer, básicamente por dos razones. La primera es por mi hijo. Me daría mucha pena comprobar que su condición de nativo digital le impida siquiera permanecer más de diez minutos frente a la pantalla. Podría tolerar que los gags no le causaran gracia, pero que le resulte tortuoso el color, el tempo, la música de esos films sería demasiado fuerte para mí.

La segunda razón es por mí: por razones distintas a mi hijo no sé si podría estar más de diez minutos ante el televisor sin largarme a llorar o algo.

No soy de la generación “original” que disfrutó a Oliver Hardy y a Stan Laurel. Pertenezco a la época en que se los reivindicó, pasando una y otra vez sus películas en la televisión. De manera que para cuando los vi, aquellos films ya eran viejos, de “otro tiempo”. Y así y todo los disfruté, me reí, esperaba los domingos cuando los ciclos “Hollywood en Castellano” o “Cine de Superacción” solían incluir sus películas.

Luego de aquella temporada volvieron a desaparecer de las pantallas y pasaron a ser un clásico del arte mundial. Mientras tanto yo creí y de tanto me topé, no ya en el cine ni en la tele, con los buenos de Laurel & Hardy. Con “Triste, solitario y final”, de Osvaldo Soriano, por ejemplo.

Y por un par de muy buenas razones decreté que Stand Laurel pasara a formar parte de mi galería de admirados. Primero, por su lealtad incondicional. Cuando una enfermedad le imposibilitó a Hardy seguir actuando, su compañero también se retiró. Le llegaron cientos de ofertas y las rechazó una a una. Ni siquiera fue a recibir el Oscar por su trayectoria. Consideraba que todo lo que hiciera solo era una traición a su amigo. Cuando al fin el Gordo murió, Stan confesó en una de sus cartas: “Me siento totalmente perdido”.

La segunda razón es por su humor. El Flaco fue el autor de todos los guiones y gags que ambos exhibieron durante décadas. Humoristas de todos los tiempos lo consideran simplemente el mejor.

No era su trabajo: era su manera de ser. Internado en un hospital de Los Angeles, tras sufrir un severo infarto –que finalmente desembocaría en su muerte un día como hoy de hace 59 años-, llamó a la enfermera de turno. A manera de confidencia y en voz baja, le dijo

-La verdad, en este momento me gustaría estar esquiando antes que haciendo esto.

-Ah, no sabía que usted esquiaba, señor Laurel.

-No, la verdad es que no sé esquiar. Así todo, preferiría estar esquiando antes que haciendo esto.

No hacía humor: era el humor.

No sé si alguna vez podré llevar a cabo el experimento con mi hijo. Derramar una sola lágrima viendo una película de El Gordo y el Flaco sería algo así como una traición. La que Hardy no hubiese cometido; la que Hardy no se permitió.

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