Una vez más, me pongo de pie y aplaudo a Narda Lepes (y es una lástima que ahora no me acuerde en qué otra ocasión u ocasiones también lo hice. Pero no importa).

Circula por las redes el video de una entrevista o una charla donde aclara que ella no utiliza ninguna aplicación de delivery. El primer argumento que utiliza es que “está mal que alguien tenga que pedalear rápido 15 kilómetros para que yo me coma dos empanadas”.

Válido –para mí-, muy válido.

El segundo: “Que todo sea a demanda me parece que está mal”, agrega. Y este es otro gran argumento. Porque estamos viviendo tiempos en lo que todo es “a demanda”. No voy a venir yo a decir que cuando era joven tenía que esperar una semana o en el mejor de los casos un día para ver cómo continuaba la novela que me tenía enganchado. Y por supuesto, verla a la hora que la pasaba la televisión y no al momento en que a mí se me antojara. No, no voy a decir eso: querés maratonearte una serie durante 72 horas seguidas, metele; querés mirar un capítulo cuando estás esperando en la cola del supermercado, dale. Pero si tu antojo es comerte un alfajor a las cuatro de la madrugada y pedís que te lo traiga alguien, esperá al otro día y andá al kiosco. ¿Por qué? Porque está mal. Y eso no lo cambia que pagues por el servicio ni que un pibe o una pibe se gane unos billetes para satisfacerte.

El tercero: “Si todas las decisiones que se toman, las toma un p… de marketing.. está mal”. No volveré a insistir acá –ni demostrar algo que no sepamos todos- de cómo nos está yendo por hacerles caso a estas gentes que lo único que quieren es vendernos cosas, para lo cual utilizan todas las herramientas habidas, por haber y por inventar. Como promocionar autos que viajan a 300 kilómetros por hora, cuando la velocidad máxima permitida en todo aspecto y lugar es de 120. Es decir, pagamos más caro un auto porque tienen esos 180 kilómetros de plus. Que nunca voy a poder utilizar nunca.

Cuarto (y verdaderamente el núcleo de todos los anteriores argumentos): “no hay un input filosófico de lo que está bien o está mal. Entonces hay que preguntarse a veces: ¿esto para vos está bien…?”. Preguntárselo en términos filosóficos –aunque uno no crea o no sepa que está filosofando- no, como me lo podía preguntar mi tía Nelly cuando me vio fumando a los 13 años.

Y ahí está el asunto: en preguntarse –mínimamente, preguntarse- si lo que voy a hacer está bien o está mal; si lo que alguien hace está bien o está mal. Y es cierto que no todo en la vida es tan maniqueo, que existen los grises y etcétera. De allí la importancia de pensar, de encontrar los argumentos de manera de no salir con un “está mal porque está mal” o porque “si te vuelvo a ver con un cigarro en la boca te vuelo los dientes…” o “está bien porque las cosas son así”. Porque muchas de esas cosas que “son así” lo son fundamentadas en las reglas del mercado; que es como la ley de la selva, pero no tan colorida. Si alguien está dispuesto a pagar, está bien que otro le satisfaga esa necesidad. Bajo esa premisa, hace rato empezamos a naturalizar cosas que no están bien. Hasta llegar a un punto en que un candidato a presidente con expectativas proponga que cualquiera pueda vender un órgano para pagar una deuda o comprarse un auto. Porque habrá alguien que está dispuesto a pagar cien pesos, cien dólares, cien mil dólares o lo que fuese por una córnea.

"¿Qué tiempos son estos en los que tenemos que defender lo obvio?", se preguntó Bertolt Brecht.

Y no puedo arrogarme con esta columnita la defensa del chico o de la chica que para ganarse unos pesos se tiene que recorrer media ciudad en moto o en bici, bajo la lluvia, a merced del tránsito bestial, a riesgo de sufrir un accidente y todos nos hagamos los distraídos. Tendrá que haber alguien que los defienda. O aunque sea, se haga cargo de no hacerlo.

Simplemente me estoy preguntando, como Brecht o como Narda: “¿Está bien esto?”, entrándole –y esto es un input- por el lado de lo filosófico.

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