De los habitantes de la noche me gustan los gatos. Y ciertos pájaros que no sé definirlos, porque a algunos no puedo verlos, pero intuyo sus aleteos serenos, el planeo tranquilo por sobre los techos de chapa donde rebota la luna gastada.

Sobre todo si la noche es de otoño me gusta caminarla, fresca y despejada. Irme del barrio, hacer zigzag en las cuadras hasta dar con una avenida que me oriente. Y regresar por otro camino.

Son otros los frentes de las casas de noche, los zaguanes, los paredones, los pasillos, las esquinas distantes. La ciudad es otra ciudad y otra gente, su gente.

Suelo caminar pegado a la pared, para tratar de toparme con alguna conversación que se filtra por las persianas. De esos susurros suelen salir buenas historias.

Y también de las ventanas de las plantas altas, donde los habitantes nocturnos juegan a hacer sombras y las cosas juegan gente.

De una de esas noches y de sus historias, recuerdo una persiana a media altura y la hoja de una ventana abierta. Recuerdo también que la oscuridad de esa habitación -porque no podía ser otra cosa que una habitación- era más profunda que la de afuera. Adentro era más noche.

Aminoré el paso, creyendo, quizás deseando, que alguna historia pudiera escaparse por ese resquicio. Y lo que se asomó fue una mano, saliendo de esa noche y brotando de entre sus dedos la brasa de un cigarrillo.

Me quedé un buen rato mirándola. De tanto en tanto, la mano ingresaba a la oscuridad del cuarto y volvía salir más vivaz, debajo de un humo espeso, que tardaba en perderse en las sombras de un alero diminuto.

Algo me llamó la atención de esa escena que es bien normal; había algo particular en ese fumar. No había apuro en ese cigarrillo. No era la brasa exuberante del que fuma a contrarreloj. Era una brasa pausada y profunda, disfrutable. La imaginé del último cigarrillo del día. Quizás del único. Del que se disfruta como ninguno.

Prendí yo también un cigarrillo, para no desentonar en el cuadro. Dos casas más allá me recosté contra un paredón y también fumé tranquilo, profundo, sereno.

Así nos quedamos un buen rato; el otro, el de la noche interior, disfrutando de su soledad y su tabaco; yo, del mío y de esa impunidad simplona de robarse lo abstracto.

Hasta que la colilla del cigarrillo, del otro, cayó poco más allá del cordón.

Lo imité y retomé el camino, sin darme vuelta. Con la tranquilidad de haber pasado un momento distinto, pero con la convicción de que allí no había una historia.

No la hubo hasta unos días más tarde, cuando volví a pasar de día por ese mismo lugar.

Miré la ventana y tenía la persiana levantada, pero una cortina pesada impedía ver el interior.

Era una habitación, confirmado. Es más, era la habitación de un hogar de ancianos.

El cigarrillo de la noche aquella tenía, además del encanto de ser el último del día, el sabor especial de lo prohibido.

De los habitantes de la noche me gustan los gatos, ciertos pájaros y algunas sombras de lo que no está bien. Tienen el sutil hechizo de la rebeldía.

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