Milagros de cabotaje

No sé si ya se pasó la época en que la gente le preguntaba a uno si creía en dios o si eso continúa, pero ya no me lo preguntan a mí. Probablemente sea esto último, habida cuenta de que a esta altura de mi campeonato hay preguntas que solían hacerme y ya no me hacen. Es más, salvo en algún consultorio médico o cuando estoy completando un formulario de internet, nadie me pregunta nada. Lo bien que hacen.
Recibí las noticias en tu email
Accedé a las últimas noticias desde tu emailA lo que iba. Cuando en mi juventud me interrogaban acerca de mi fe o concretamente sobre la existencia de dios, solía sentirme bastante incómodo y para no quedar como un maleducado, un tonto o como un tipo que da demasiadas vueltas para responder por sí o por no, me definía como ateo, como para salir del paso.
En realidad, estoy más cerca de ser agnóstico que ateo. Porque –y esto era más o menos lo que debía responder en tales circunstancias- no me da la cabeza para pensar en la existencia de un dios o algo parecido. Cuando era chico no lo pensaba, entonces creía. Cuando lo empecé a pensar, comprendí que no era un interrogante que pudiera resolver tan fácilmente. Y, además, mucho no me importaba; tenía otras cosas más urgentes y terrenales para reflexionar. De una cosa estaba seguro: había perdido la fe, que durante buena parte de mi infancia y adolescencia, los curas del San José me habían inculcado.