Novelas

Que una pequeña localidad turística de la Costa Atlántica tenga entre su media docena de negocios que abren en verano una librería, habla muy bien de esa localidad, de los turistas o del librero. O de todos juntos.
Podía haber una casa de celulares y tecnología, pero no la hay; un local de aquellos tipo ´todo por dos pesos´, tampoco; un negocio de ropa deportiva, no; una vinoteca, menos que menos (ufa). Pero sí una librería. Adonde –como corresponde a mis antecedentes no del todo convencionales en materia presupuestaria- fui a dejar parte del dinero destinado a los dos o tres días de esparcimiento.
Por supuesto que todas las librerías tienen sus particularidades, salvo aquellas que franquician una marca (que también las tienen, pero bueno…). No es la amplitud del local ni la ubicación de las estanterías; tampoco la disposición de los libros, su clasificación, si hay o no mesas de ofertas; si es moderna, antigua o vintage. En lo personal me gustan las librerías donde al cabo de unos minutos uno pierde la noción de que está en un comercio. Que al fin y al cabo, lo es y está bien. Tener la sensación de que uno está ahí pasándola a gusto, sin que nadie venga a decirle ´en qué lo puedo ayudar…´a no ser que uno pregunte. “Perder el tiempo” en una librería, como se lo “pierde” recorriendo un galpón ajeno lleno de “cositas” (para quienes gustamos de apreciar esas “cositas”) o caminando por la orilla buscando algún tipo especial de caracolito o de piedra o simplemente viendo lo que el mar trajo a la superficie. De repente darse cuenta de que pasaron dos horas o más y el mundo, afuera de la librería, siguió andando pero uno se bajó por un tiempo de esa calesita.
Esta librería es así. Está atendida por un pibe de no más de veinte años. Solo por jugar a suponer o para darle paso a mis prejuicios –que no siempre son malos-, me dije que era el hijo del dueño. Porque estimé que los ingresos económicos del negocio difícilmente dieran para tener un empleado. Y porque el chico era muy chico para tener una librería.
Lo cierto es que ahí estaba, ajeno a todo; leyendo, claro. Y dispuesto a responder las preguntas de tipos como yo que en algún momento se tornan pesados.
Pero si algo me llamó mucho la atención de esta exquisita librería era una puerta ubicada en el fondo del local, que daba a otra dependencia vedada al público. La puerta debía estar cerrada, pero no lo estaba del todo. De manera que ante la corriente de aire golpeaba constantemente. O mejor dicho, acompasadamente a intervalos de diez o quince segundos.
En ningún momento el pibe tuvo la menor intención de cerrarla bien o de “trabarla” con algo (una silla, una piedra un libro voluminoso e invendible-. Creo que ya no escuchaba ese golpe que durante los primeros minutos, a mí me puso bastante molesto. Luego, me pasó lo que al pibe: dejé de escucharlo. O más aún, inconscientemente esperaba el sonido, mientras seguía hojeando los inicios de algunos libros o indagaba en las solapas y contratapas.
Y eso, hasta donde yo sé –y si lo sé es porque lo he leído- se llama generar un clima. El golpe de la puerta contra el marco (con un casi imperceptible chirrido que lo anticipaba) hacía a la atmósfera del lugar.
Puestos a pensar en una novela, algunas de cuyas partes transcurren en esa librería, el autor deberá esmerarse en la descripción de ese “ruido”. Convertirlo con palabras –que es lo único que se tiene a mano a la hora de escribir, además de los silencios- en una música, un presagio, una ausencia o lo que fuere. Muchas cosas, pero nunca, jamás, en un descuido de alguien que se olvidó de ponerle llave.