Mañana se van a cumplir diez años de la muerte de Paco de Lucía, el extraordinario guitarrista flamenco.

Si fuera un poquito más apegado a las ceremonias –paganas o no- mañana, al caer la noche le rendiría homenaje con una copa de vino y escuchando a volumen delicado y más de una vez el que para mí es su mejor tema, Río Ancho.

No sé cuándo fue la primera vez que lo escuché pero sí sé que en esa ocasión entendí algo que en ese momento no pude explicar y ahora seguramente lo he olvidado. Pero lo llevo en mí, como se lleva el recuerdo de un aroma, el color de una tarde o la tibieza de una manta de lana que una noche nos protegió de la intemperie.

Tuve una época en que seguí su actividad artística y leí algunas cosas sobre su vida. Me quedó algo que a su vez a él le había quedado de la cultura gitana o quizás quinqui, que a pesar de su condición de payo frecuentó en sus largas noches de tablao.

Decía el bueno de Paco que de aquellas gentes había aprendido a reírse de uno mismo y de las situaciones que vivimos. Es fácil de entender, pero no tanto de llevar a la práctica. Y uno puede caer en el facilismo de creer que lo más difícil es reírse de las cosas malas que nos pasan. Es cierto, pero tanto o más difícil es reírnos de nuestros logros. El secreto que le había enseñado, en definitiva, era no tomarse nada muy en serio. Mucho menos a uno mismo.

En algunas circunstancias trato de recordarlo y, con más fracasos que éxitos, llevarlo a los hechos.

Por estos días, por caso, y yendo una vez más al médico, me enteré que esto que tenía en la pierna y que en principio pensé que era una herida que se había infectado fue una picadura de araña. O una conjunción de las dos cosas: me lastimé y el bicho traicionero fue y me picó justo ahí.

Ahí andamos, entonces, entre dolores, curaciones, reniegues con la obra social e insultos por los precios de los medicamentos.

Pero como dije, en un momento traté de encontrarle algo de qué reírme con este asunto. Se me ocurrió mientras hablaba con mi amiga La Rubia (que ha soportado estoicamente mis vaticinios más horrorosos sobre mi situación, es decir, que me iba a morir o cosas peores).

-Ya sé –le dije ni bien tuve un rapto de claridad-: ahora me voy a transformar en el Hombre Araña.

-Orientame, porque no sé de qué estás hablando.

-De mi desgracia. ¿La historia de Spiderman no es así? Al tipo lo pica una araña y a los días empieza a darse cuenta de que algo raro le pasa.

-Sí es así. ¿A vos te están pasando cosas raras?

-Raras como qué.

-No sé, vos me estás diciendo. ¿Tenés más fuerza, mejor vista, más agilidad?

-No.

-Bueno, entonces te debe haber picado una araña de otra especie.

-Capaz que hay que darle unos días.

-Bueno, veremos. Pero tené en cuenta que Spiderman era un muchacho joven.

-¿Y eso qué tiene que ver?

-No sé, quizás tuvo esa reacción al ser un organismo más… a ver cómo lo digo sin ofenderte… más joven.

-Capaz que por eso está tardando más la transformación.

-Puede ser, sí. De cualquier manera, yo no me ilusionaría mucho.

-No, yo tampoco. Pero no sé qué me querés decir.

-Lo que te digo es que hay superpoderes que funcionan mejor a determinada edad.

-Me estás tratando de viejo y lo entiendo. Pero explicate mejor, por favor.

-Ok. ¿Te imaginás cómo te verías con el traje ajustado?

-Bueno, podría ser un poco más holgado: una camisola de bambula, por ejemplo.

-Sí, un Spiderman hippie. No estaría mal. Ahora te pido que te imagines colgado de telarañas, rebotando contra las paredes de los edificios.

-Y no sé. Creo que al otro día me dolería todo. Incluso sin chocar, las articulaciones no son las de antes.

-A eso me refería.

-Hay un límite de edad para convertirse en superhéroe. Creo que a vos se te pasó el cuarto de hora.

-Todo a su medida y armoniosamente, diría el General.

-Ponele.

No me quedó más remedio que darle la razón. Pero nos reímos un buen rato de mi pequeña desgracia.

Hay picaduras que luego de algunas curaciones, tiempo y terapias, no dejan mayores huellas. Otras, quedan.

El gusto por la música de Paco de Lucía ya no se me va a ir.

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