Perspectivas

La edad de los porqué se termina no cuando se desvanecen las incertidumbres sino cuando se corporiza una certeza: la del miedo al ridículo.
Supongo que eso lo aprendemos alrededor de los cinco años. Al menos, a esa edad yo comenzaba a dar los primeros pasos en ese terreno pantanoso y paralizante que es la vergüenza por preguntar estupideces. Prefería quedarme con una duda pegajosa y molesta antes que hacer una pregunta inoportuna. O peor aún: de respuesta obvia.
Uno de los primeros recuerdos que tengo de Tandil -cuando todavía no vivía acá y veníamos con mi familia de paseo- es una panorámica desde la cima del Parque, de noche. La ciudad se me hacía inmensa pero no tanto como el océano que formaba parte de mi vida en Mar del Plata, donde el horizonte era una difusa línea pegada al cielo. Perceptible pero inalcanzable.
Acá, el horizonte era más cercano; apenas finalizaba la última hilera de luces y todo se hacía noche. Allí estaba el fin del mundo. Un mar negro, silencioso, invisible. Desconocido.
Pero mi atención no llegaba hasta esos límites. La fascinación estaba dada por esas luces amarillas, por el color caramelo de las luminarias del alumbrado público.
Aferrado a las cadenas que me protegían, pero a su vez me anticipaban el vacío, me pasaba vaya a saber cuánto tiempo mirándolas. No puedo decir ese tiempo en minutos, pero sí en insistencias de mi hermana y mis primos que jugaban a la escondida o a la mancha y de tanto en tanto se acercaban para que me sume al juego.
-Vení, dale -gritaba mi hermana, a la pasada- ¿Qué mirás..?
-Las luces.
Y ella se paraba junto a mí, con la respiración agitada, escondida detrás del pilar de piedra, esperando ver algo conmovedor o entretenido.
-Qué aburrido, vení a jugar, decía al cabo de unos segundos. Y salía corriendo. Piedra libre.
Pero para ese entonces yo ya estaba otra vez deambulando por aquel laberinto ámbar. Iba de una luz a la siguiente y de allí a la otra y a la otra, hasta que la vista se confundía y tomaba por un camino transversal, y seguía por ese hasta volver a perderme. Así hasta llegar al último foco, hasta el límite mismo de la noche. Del mundo. Y de allí volver, tratando de hacer el mismo sendero u otro. Pero sin hacer trampa, y caer casi a mis pies, debajo de la cadena donde me aferraba.
Por fin, venían mis primos y me llevaban de un brazo y corríamos unos contra otros en una mancha interminable, hasta la hora de irse, de subir al auto y comenzar a bajar. Y mi ansiedad de llegar hasta el lugar donde estaban esas luces.
Pero a medida que descendíamos todo empezaba a cambiar. Y por más que el auto avanzaba y devoraba cuadras y doblaba en una esquina y en otra, nunca las alcanzábamos. No había ni laberinto ni senderos entrecruzados.
Pegado al vidrio de la ventanilla, miraba hacia los costados, hacia arriba. Pero esos focos no podían ser; tan solos, tan distantes unos de otros. No eran los que yo veía desde la cima. ¿Dónde había quedado ese tablero donde jugaba a perderme y volver al punto de partida?
Y en ese momento, las ganas de preguntar, de saber, de una palabra esclarecedora. Pero no me animé, temiendo el ridículo o la obviedad.
No lo resolví sino hasta mucho tiempo después.
Desde entonces, cuando algo me resulta confuso o inentendible, me pregunto si no será una cuestión de perspectiva. Y trato de mirarlo desde cierta distancia (ya que las alturas cada vez me asustan más).
A veces acierto.
Otras, sigo en la duda, por temor al ridículo.